La escultura y la carne
por Quim CasasMás aferrada a la creación física que anteriores películas en las que se han tratado los personajes de Auguste Rodin y Camille Claudel, la firmada por Jacques Doillon corre el peligro de quedar encuadrada en el cine de reconstrucción de época, el tormento y escaso éxtasis del artista y otras lindezas semejantes que a veces oscurecen la visión crítica. Doillon, por una razón que se me escapa, nunca ha sido santo de la devoción de la crítica española, más allá de que se hayan estrenado aquí menos de la mitad de sus producciones. No lo va a tener mejor con Rodin que antes lo tuvo con La mujer que llora, La pirate, La chica de quince años, Ponette o su anterior trabajo, la magnífica Mis escenas de lucha, que pasó con más pena que gloria mientras otras películas francesas trasnochadas se eternizan en determinadas salas más de lo que cabría esperar.
El lirismo sesgado de Doillon no cotiza, como tampoco vende los retratos íntimos que ha hecho de jóvenes, adolescentes y niñas. Ahora, con un filme de apariencia regia y sobria sobre Rodin y su relación con Camille Claudel, parece desmarcarse un tanto del grueso de su obra. Pero no creo que sea así. Si algo destaca en Rodin es la filmación del acto físico, sea en la talla de la escultura (la escultura como carne), en la búsqueda de nuevas texturas procedentes de la misma naturaleza (la escena de Rodin palpando y acariciando la corteza de árbol) o en el entrelazado de los cuerpos humanos en el acto sexual o en la representación escultural.
Rodin es tan física y orgánica como Mis escenas de lucha, tan vehemente en las complejas relaciones sentimentales como Le pirate o La vengeance d'une femme. Es Doillon en estado puro, quizá menos radical que el Bruno Dumont de Camille Claudel, 1915, el filme sobre los últimos años de la escultora, amante de Rodin y hermana del poeta Paul Claudel, pero siempre más directo y crudo que el Bruno Nuytten de La pasión de Camille Claudel, la película en el que el personaje se tornó heroína trágica y romántica al servicio de Isabelle Adjani.
La reconstrucción de época nada esteticista sino más bien ultra-realista por composición, tipo de luz y relación entre los personajes, no debería conllevar una etiquetación fácil. A través de un artista del siglo XIX obsesionado con las relaciones afectivas casi tanto como con su atrevida escultura de Balzac (que cierra la película en el tiempo presente, fuera del momento en que fue ideada y realizada, convertida en un objeto vaciado de su sentido primigenio), Doillon continúa hablando de su mundo, del mundo actual, quizá más tenso que antaño, más oscuro y amargo pero siempre repleto de dudas e incertezas no tan distintas a las que atenazan a Rodin en el momento privilegiado de su creación artística y de sus relaciones amorosas.