Bozon y cuenta nueva
por Carlos Losilla¿Se puede decir que el cine de Serge Bozon es extraño? ¿O quizá lo sean las demás películas que inundan la cartelera, esas que a veces acaban pareciéndose entre sí como una gota de agua a otra? He ahí uno de los grandes enigmas del cine de nuestro tiempo: cuando decimos que determinada película es una “rareza”, casi siempre para elogiarla, quizá estemos condenándola al ostracismo, pues automáticamente surgirá un público dispuesto a ignorarla con olímpico desdén. Para mí –lo digo con absoluta seriedad--, películas “raras” son algunas de esas comedias francesas que se ha puesto de moda ver en determinados cines de versión original –y contra las que reacciona esta, por cierto--, o esas otras ficciones que se empeñan en transmitirnos mensajes “positivos” a través de imágenes inanes, o incluso buena parte del
“academicismo" español reciente, como no podía ser de otra manera. En cambio, Madame Hyde, la última película de Bozon, me parece de lo más normal: ¿qué hay de extraño en que una profesora de secundaria se convierta en una superwoman para combatir no el mal, sino su aburridísima vida diaria, para ignorar a su plúmbeo marido, para olvidarse de las absurdas normas del centro educativo en el que trabaja? El film de Bozon hace lo que otras películas creen hacer y en realidad no hacen: da cuenta de su tiempo, del tedio imperante, de las frustraciones y deseos de una mujer madura, de sus fantasías y de cómo chocan con una realidad que no admite ese tipo de disidencias.
Ocurre, sin embargo, que Bozon lleva a cabo esa labor de otra manera. No se rinde ante ese falso realismo que parece invadir buena parte del cine contemporáneo, no da nada por sentado. Al contrario, su película mezcla realidad y fantasía con inusitada espontaneidad, hace que esta nueva historia inspirada en los personajes del doctor Jekyll y mister Hyde se convierta en una bomba de relojería. La señora Géquil (Isabelle Huppert, que también parece transfigurada por alguna extraña pócima) trastea un día en su laboratorio y se convierte en una mujer de fuego, al tiempo que enseña a uno de sus alumnos los secretos del conocimiento. He ahí la intención de Bozon, decirnos que su película quiere ser tan singular como su personaje, y que también quiere transmitir conocimiento. Cómo lo hace --¡ah!-- esa es otra cuestión. A través de colores saturadísimos, de situaciones que oscilan entre lo mágico y lo grotesco, de un humor que proviene tanto de Jerry Lewis como de Jacques Tati, pero también de una mirada privilegiada a la hora de captar la belleza y la integridad de sus personajes, Bozon no solo logra desorientarnos y provocarnos, sino también susurrarnos al oído que el cine puede ser otra cosa, que puede hablarnos de la realidad sin copiar eso que nos están diciendo que es la realidad pero que en realidad no lo es, no sé si me explico.
Durante la primera parte, así, Madame Hyde se dedica a desconcertarnos, a sumar escenas aparentemente muy disímiles entre sí, tanto en contenido como en tono. Y ahí es donde se nos presenta a la profesora Géquil, donde vemos unos cuantos planos filmados en un aula que para sí quisieran las mil quinientas películas anuales que pretenden hablarnos de ese tema con gravedad digna de mejor causa, donde se filma a esa mujer en su hogar, en realidad una cárcel regentada por un esposo egoísta y tontorrón, al igual que su instituto de la banlieu aparece plagado de alumnos alborotados y, sobre todo, un director ridículo y trepa. Sin embargo, como ya sabemos, a Bozon le gustan los desvíos, como dice su propio personaje, algo que ya hemos comprobado en películas como La France, aquel sorprendente musical sobre la Primera Guerra Mundial –sí, han leído bien— o en Tip Top, aquel policíaco en forma de slapstick, ambos, como esta, coescritos por Axelle Ropert, directora a su vez de películas como La Prunelle de mes yeux. Y en Madame Hyde ese desvío lo lleva a territorios desconocidos pero fascinantes, pues se trata de una de esas películas –pocas, por desgracia— que nos cogen siempre desprevenidos y nos pillan en falta, como si no hubiéramos hecho los deberes: la última media hora --un prodigio de puesta en escena que nos zarandea de la comedia al drama, de lo zafio a lo sublime, y que nos deja con un nudo en la garganta, emocionados con la evolución de esa mujer que ya no le tiene miedo a nada, ni siquiera a sí misma— pertenece ya por derecho propio a la historia del gran cine, de ese que llega para quedarse. No se pierdan esta maravilla, por favor.