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    Nunca estamos solos
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Nunca estamos solos

    La insoportable levedad del ser (y el beber)

    por Marcos Gandía

    Nunca sabremos qué habría sucedido si el checo Milos Forman no hubiera salido pitando, cual bombero slapstick a punto de ir a su baile oficial, a Estados Unidos a finales de los 60 y se hubiera quedado (seguramente marchitado) en su país natal. Si, quizás, Forman hubiera continuado trabajando bajo el régimen comunista y hubiera aguantado el deterioro sociopolítico (pero mucho más a la censura) y la posterior caída de la URSS, del comunismo y la escisión de aquella Checoslovaquia en República Checa y Eslovaquia, tal vez, y digo tal vez creyendo en mi interior que voy encaminado, habría parido hoy, en esta segunda década del siglo XXI, una obra tan esquiva, desencantada, enfadada, divertida, ácida y muy formaniana como Nunca estamos solos.

    La edad, ya muy alta, del Milos Forman que no volvió (al menos profesionalmente) a su tierra no es la del firmante de esta áspera y casi digna del Kaurismaki más ascético y beodo (es mucho más joven), pero se aprecia en ella esa capacidad de jugar coreográficamente con las miserias cotidianas de unos personajes en el fondo patéticos que son el implacable reflejo de una sociedad caduca, cuando no directamente cadáver. Las risas, que haberlas haylas en Nunca estamos solos, se congelan como los cubitos de hielo de los pelotazos que se arrean los personajes que deambulan por ella, por ese club nocturno que no deja de ser la (evidente) metáfora de la propia República Checa. O se ciegan con las luces parpadeantes de un porvenir venido del capitalismo occidental que en el fondo no es más que un espejismo. Historias cruzadas, vidas cruzadas, que van tejiendo el mosaico de bazar chino o paquistaní de una sociedad embalsamada en tradiciones y en sueños no cumplidos. Ese basculante cambio de tono entre el drama más trágico y la tragicomedia más autista, convierte a la película en un trago no demasiado fácil de deglutir, pero sí en un ejemplo de esa apática melancolía furiosa que parece estar incubando un nuevo huevo de la serpiente en la Europa central y la oriental.

    Como si se tratara de una anécdota o un recuerdo perdido en un párrafo de alguna novela de Milan Kundera, Nunca estamos solos es la comedia humana de un Zola ebrio, lo que siempre aspira a ser, por ejemplo, el excesivo y a la postre caricaturesco cine de nuestro Ramón Salazar.

    A favor: Su extraño desequilibrio entre lo dramático y lo grotesco.

    En contra: Alguna de las historias personales no van a ningún sitio.

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