¿Jugar a ser Dios o jugar a ser Diablo?
La primera vez que oí sobre este inimitable director fue, aproximadamente, hace tres años, a mediados de marzo de 2015, cuando ‘The Lobster’, quinto trabajo como realizador y guionista que sumergía a sus personajes dentro de un oscuro, perverso, jocoso y distópico hotel, generaba un fuerte buzz al ser un éxito rotundo en el Festival de Cannes, consiguiendo nada más que un Premio del Jurado para el director, una mención especial del Queer Palm y un Premio del Jurado para la “interpretación” de Bob, un canino fundamental para la historia. Aún más reconocimiento cosechó cuando se proclamó como una recia contrincante en los BAFTA, los Globos de Oro y los Premios de la Academia. Cuando su boga cesó, y ante la imposibilidad de ver lo que muchos aplaudían, tuve que seguir adelante, después, tristemente, su nombre solo afloraba esporádicamente en noticias de posibles próximos proyectos. Hoy, dos años después, tuve la fortuna de que aterrizara en mi país, uno en donde el cine dramático yace exánime bajo la sobresaturación de “mega-producciones,” su más reciente filme— estrenado el año pasado en Estados Unidos, — y sencillamente no tengo palabras. Considero limitadas las verdaderas experiencias cinemáticas placenteras, sin embargo, lo que este artista ateneo ha erigido lo pone, con toda seguridad, en los niveles de conmoción emocional, temible perversidad e intimidante e inclusive esotérica profundidad narrativa de un Christopher Nolan o un Dario Argento. Yorgos Lanthimos se ha postulado de repente como uno de los más ácidos, francos, arriesgados y originales artistas trabajando en el campo hoy en día.
Más allá del relato de perdida, venganza y repulsión que construye, lo que es tan único y potente de Lanthimos es su poder para relatar fabulas poéticamente atroces, un tipo de narración que dista mucho, mucho del prototipo acostumbrado actualmente en las grandes pantallas. Ya lo hacía con su trabajo previo y ahora lo corrobora con “The Killing of a Sacred Deer”, ideas peligrosas y miradas sin anestesia embellecidas con peculiares análisis sobre la mentira, la justicia, el indulto y el rencor; clavando el dedo en la llaga de muchos cinéfilos conservadores que describen este tipo de planteamientos cinematográficos como ostentosos, ambiciosos y vergonzosamente voyeristas. Solo con el primer encuadre seleccionado por el cineasta para abrir el filme se expresa el sentido global de la obra, lanzando sin censura y a pleno color una cirugía a corazón abierto, con chirriantes resonancias como única ambientación, un arranque perfecto. Al mismo tiempo, inicia el difícil trayecto que progresivamente nos hunde, junto con los personajes, en un infernal espiral de místicas degeneraciones que acaecen en las vidas de postal de dos exitosos pero frívolos médicos estadounidenses, una oftalmóloga y un cirujano cardiovascular, y es aquí en donde el conflicto entra a jugar como un componente importante. Muy pocos cineastas han explorado el mundo medico desde un perspectiva tan siniestra, atractiva a la vista de los más curiosos, levantando su historia sobre el dilema de qué podría suceder si voluntaria o involuntariamente un ser humano comete un error al salvarle la vida a otro, todos somos mortales y por lo tanto estamos propensos a que el mas mínimo yerro destruya nuestro mundo, nuestra vida. En un contexto más realista, ínfimas son las opciones de que un caso de estos pase de la mano de la justicia gubernamental a la justicia a mano propia del afectado, sin embargo, es precisamente ese el por qué su cine es tan atractivo, pues intenta imitar realidades, convertirlas en ficción y presentarlas como nuestros reflejos, unos visuales, otros intrínsecamente escondidos. Siempre que la historia vira lo hace totalmente sobre un aire psicológico, cautivador y sobrenatural y muchos amantes del cine aprecian eso, de verdad lo hacemos. Sugerir finamente que todo lo que se muestra en escena no es explícitamente todo lo que se nos quieren decir permite que el espectador inicie, por cuenta propia, un estudio rápido pero mucho más profundo de la conexión entre las imágenes, poniendo en duda de cada línea que salga de la boca de cualquier personaje, cada decisión, cada distracción, un juego en el que el espectador debe ser más avispado. Junto a “mother!” de Darren Aronofsky, “The Killing of a Sacred Deer” posee uno de los guiones más locos, simbólicos y viscerales, en el mal y buen sentido de todas las palabras, de la última década, estupefacción garantizada. Apabullante es la historia escrita por el propio director en compañía de Efthymis Filippou, su habitual co-escritor; desde que se abren los telones las señales advierten de un abrasivo y abigarrado viaje in crescendo que gradualmente, como si de una incontrolable bestia se tratase, aumenta en fuerza y agresividad para devorar lo que pudo ser un insípido drama. Este tipo de cosas hacen más interesante las historias en las que nadie sabe qué diablos acaba de pasar, no necesariamente sobre escenas gráficamente pesadas o giros valerosos, sino sobre ese juego ficcional en que los escritores nos sumergen, queramos o no. Ni hablar de la inmejorable y escalonada construcción de tensión e incomodidad, pues en realidad, la historia no se compone de giros de tuerca eficientes emplazados en los momentos acertados, sino la historia en sí es un gran twist. Para que algo como esto salga bien se requieren obligatoriamente ciertas herramientas, las cuales, por fortuna, son usadas en esta ocasión: actuaciones de primera línea, una cinematografía antiséptica, una banda sonora punzante y una infinidad de apoyos técnicos, artísticos y narrativos que convierten este trabajo, apto expresamente para ciertos paladares, en uno de los mejores del año.
He aquí uno de las pocos filmes en el que la mayoría, por no decir todas, de las interpretaciones son grandiosas y extrañamente creíbles. Convirtiéndose en el Samuel L. Jackson de Tarantino, en el James Stewart de Hitchcock o en el Daniel Day-Lewis de Thomas Anderson, Colin Farrell regresa a las filas del director, exponiendo, de nuevo, una explosiva relación laboral que ambos hombres saben cómo sacarle el mayor jugo en pantalla. Dejando en el pasado su crudo embrollo sentimental con el personaje de Rachel Weisz, regresa en la piel de un escocido y renombrado profesional que debe desentenderse de su perfecta vida californiana a raíz de una críptica situación que le solicita un inhumano sacrificio, la venganza pide sangre. Farrell hace un trabajo excepcional en esta película, es su película, sentimos ira verdadera, su desconcierto y miedo son reales a través de su mirada, y es que, a diferencia de muchos otros personajes con la misma línea argumental, él es un padre que contempla indefenso como su familia se desborona, uno por uno, ojo por ojo, diente por diente. Es un actor muy honesto, consigue soportar una locura creciente que no se detendrá hasta obtener lo que desea, una genialidad. Por supuesto que la siguiente gran revelación es uno de los más terroríficos y ominosamente perturbadores antagonistas del año: Barry Keoghan. Christopher Nolan le brindó un papel secundario para catapultarlo al estrellato en su más reciente oda técnica “Dunkirk”, sin embargo, este proyecto es el que le da rienda suelta para que brille como los grandes. El joven actor de 25 años ha dado con un personaje complejísimo, lleno de matices, capas representadas por medio de monólogos que el actor verbaliza de manera tan natural como perturbadora, la frialdad de su hirviente odio es lo que convierte su interpretación en un fabuloso triunfo, hay sinceridad y profundidad en su actuación, es tal el poder de su rango dramático que con tan solo un con un par de líneas y una “asqueroso” plato de espaguetis petrifica a un teatro entero, un performance visceral. Parece que nunca encontraremos una mala interpretación de esta matrona, pues con su trabajo en el filme de Lanthimos ratifica una y otra vez su inmensurable talento, ella es Nicole Kidman. Anna, su personaje, a simple vista, es una madre más, sofocada de engaños, una mujer preocupada que luchara incluso contra su esposo con tal de hallar la respuesta a su tragedia familiar, sin embargo, la actriz lo dota de tanta fuerza que verla en pantalla se vuelve igual de preocupante que ver a Keoghan, en un contexto diferente claro está. Con escenas como la discusión en la cocina o las largas tomas con ella como centro, la cámara se deleita dando campo abierto para que esta exhiba todas sus habilidades y también todas sus dudas, pues, a nivel de extrañeza y perturbación, ninguno de los personajes se queda atrás o ¿por qué tumbarse desnuda, casi estática, como una escultura griega esperando excitar a su marido? Raffey Cassidy, Kim en el filme, propone una mirada bastante inusual a su rol adolescente, pues aunque todos los personajes giran alrededor de las decisiones de su padre, las escenas que lidera y el giro de tuerca que poco a poco va tomando su personaje le permite manejar la inocencia, indefensión e inesperada malicia, hay algo en las escenas de canto de esta joven interprete; un freak show adinerado influenciado por una leyenda griega.
El bárbaro apartado visual de Thimios Bakatakis debía manejar las mismas cotas de brutalidad y extrañeza que el enigmático guion, sinceramente, lo supera con holgura. El cinematógrafo extiende los mensajes a través de una línea fina y agresiva de cuadros simbólicos, desde los más arraigadamente dramáticos hasta aquellos descaradamente violentos; la cámara repta ásperamente por hospitales, onerosas casas, cafeterías e inquietantes sótanos, utilizando tomas extensas para alimentar la imparable tensión mediante tilts y travellings que acompañan en todo momento a los personajes, logrando incluso que el espectador se ponga un escudo para cada escena, está intranquilo y asustado de lo que puede suceder con cada cambio de escena. Como un todo, la composición artística es de primer nivel, metafórica y rebosante de mensajes que brotan de los colores, cada vez más oscuros e indiferentes; la luz juega un rol fundamental en el filme, enfatizando sutilmente un impacto tan sencillo como vivaz que se te queda grabado en la cabeza mucho tiempo después. En los momentos aparentemente menos significativos, por ende más pacíficos, las imágenes son delicadas pero tenuemente bañadas por una mala vibra, sin embargo, en la secuencias en donde el desquicio argumental prima, las imágenes adquieren un valor mucho más revelador gracias al inmejorable trabajo del grupo de arte y producción liderado por Daniel Baker, las escenas más crudas y expresivas se pintan con elegancia y delicada mesura para nunca caer en lo burdo y pesado, la cinematografía potencia el mal agüero que trasmiten los colores y las hitchcocknianas melodías de su acertado soundtrack, las diferentes canciones embelesan y endurecen cada uno de los elementos anteriores; una cinta que te deja en shock por el lado que la quieras ver, una maravillosa pesadilla.
Turbadora, exultantemente cruel y difícil de ver y olvidar, “The Killing of a Sacred Deer” de Yorgos Lanthimos es su película menos fantasiosa en términos de configuración visual, sin embargo, la descarnada y excéntrica exposición de sus ideas y el arraigado significado metafórico de las mismas son pilares en este rabioso relato sobre el karma, la moral, la venganza y la humildad, ahogando los límites de tolerancia del espectador, provocando disimiles resultados en cada experiencia, en la mía, una maldita obsesión por conocer más de este inclasificable griego. Rápidamente, el realizador moldea su filmografía sobre bases metafóricas, con ideas esotéricas y complejas que perfilan una obra cáusticamente imborrable. Sin duda, la segunda película, narrativa y visualmente, más polémica, perversa y atroz del 2017.