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    La casa de Jack
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    La casa de Jack

    Más noticias del gran impostor

    por Carlos Losilla

    Hasta hace poco no me di cuenta de lo que quería decir Lars Von Trier al crear el Dogma 95, aquel manifiesto según el cual el cine debía regresar a un naturalismo feroz y agresivo, a un estado de inocencia en el que no hicieran falta ni la iluminación artificial ni el maquillaje para los actores, por mencionar dos puntos de su "decálogo". Pues no se trataba de un neo-neorrealismo, ni tampoco de una renuncia a la ficción desaforada que estaba creando la posmodernidad de la época. Al contrario, las primeras muestras del Dogma lucen hoy día aún más posmodernas que los primeros trabajos de Quentin Tarantino -pongamos por caso-, de Reservoir Dogs a Pulp Fiction. Lo que ha quedado de películas como Rompiendo las olas o, es más, Los idiotas no es tanto l’effet du réel que exhalaban, que diría Roland Barthes, como la intención que podía entreverse detrás de todo eso: encuadres desestabilizados, tramas autoconscientes, géneros retorcidos y machacados, convertidos en sombras de sí mismos gracias a la exageración y el retruécano. Faltaba una cosa, no obstante, que el cine de Von Trier solo adquirió mucho después. Faltaba que un cineasta violentamente nórdico como él -estamos ante un artista mucho más respetuoso con la tradición de lo que parece- se viera capaz de pasar de Dreyer a Bergman, si por ello entendemos saltar del espiritualismo evanescente a la carnalidad más salvaje. Podría decirse que las últimas películas de Von Trier, las que más me interesan, las que van de Anticristo a La casa de Jack, han renunciado a las redenciones un tanto artificiosas de su primera época para reflexionar sobre su imposibilidad o, por lo menos, para pensarse a sí mismas como narraciones omniscientes capaces de todo… excepto de salvar a la raza humana de su tendencia innata al abismo.

    La casa de Jack podría verse como el último capítulo de esta saga infernal. No sabemos si el protagonista es el Jack del título (la mejor interpretación de Matt Dillon desde Algo pasa con Mary, dicho sea de paso), ese psicópata que nos introduce en su mundo sádico y cruel mediante el metódico relato de su fechorías, o el propio Von Trier, que pretende justificar su estatus de autor polémico a través de una alabanza de la destructividad obsesiva: al fin y al cabo, el bueno de Lars no sería que otra cosa que un Jack respetado por las instituciones, y todos esos Artistas a los que admiramos no serían tanto espíritus sensibles y delicados como bestias salvajes a las que solo les importa dar rienda suelta a su creatividad al precio que sea. Por un lado, un discurso como este no podría llegar en el momento más adecuado, ahora que películas como Roma o Cold War intentan demostrar que el genio está inextricablemente unido al exhibicionismo. Por otro, hay que reconocer que Von Trier, por lo menos, no se oculta en absoluto al respecto, propone de sí mismo una imagen tan poco agradable y desequilibrada como sus mecanismos de planificación y montaje. No se puede negar que La casa de Jack se recrea en su ignominia, se siente orgullosa de su amoralidad, ostenta un inquietante narcisismo que es el del propio Von Trier, pero tampoco que consigue hacer de todo ello algo así como una disciplina, un sistema, un método. De la misma manera en que Jack es un asesino serio y ordenado, que no solo no deja huellas sino que además utiliza a sus víctimas para crear una peculiar "obra de arte" -que no desvelaré, no teman-, Von Trier divide su película en capítulos que corresponden a cada uno de los asesinatos, imagina un prólogo y un epílogo que lo implican a él y lo introducen en una cadena de "artistas psicópatas" que incluirían desde Virgilio hasta Hitler. Al fin y al cabo, parece decirnos el ladino Lars, ¿no son todos hijos de una misma civilización, de unos mismos valores?

    No habría que identificar este gesto nihilista con la mera provocación, tampoco con una ostentosa refundación del humanismo. La casa de Jack no admite simplificaciones de ningún tipo. Al contrario, es una película compleja y contradictoria, que tan pronto fascina como repugna, pues es consciente de que ambas cosas podrían ser lo mismo. Decía Rilke que la belleza no es sino el principio de lo terrible, aquello que somos capaces de soportar. Von Trier no llega a tanto, y sabe que su película no es ni bella ni terrible, sino solo un pequeño comentario a pie de página en la historia de una cultura que se desmorona y para la que él no encuentra relevo. De ahí el carácter casi confesional de su relato, esa cercanía que quiere establecer con el espectador -y que ya estaba en Nymphomaniac- a base de increparlo desde el principio: primero, en el prólogo, se dirige a él desde su posición privilegiada de creador; luego, en la narración atroz de cada uno de los crímenes, se identifica con ese psycho killer atormentado e infeliz que a su vez deja en evidencia a todos los de su especie, sugiere que cierto cine de terror al respecto no ha hecho más que banalizar y mitificar una figura tan deleznable como misteriosa; y, en fin, en el epílogo, pone en la picota su propio estilo, lo convierte en un objeto kitsch que no es más que una parodia sangrienta de cierto "cine de autor".

    Sé que La casa de Jack es una película que finge, una obra mentirosa, y que si se muestra consciente de ello es porque Von Trier solo quiere alimentar así su fama de enfant terrible. Pero también hay en ella algo que la hace conmovedora, como si este imitador de Sade o Lautréamont dejara ver su verdadero rostro y se revelara un mero prestidigitador, un ilusionista de tres al cuarto. ¿Y acaso no está así desenmascarando a su propio tiempo -como también hace Jack, por cierto-, una época de reciclajes y apropiaciones que quizá esconda, tras esa respetable máscara, su vocación asesina, entre otras cosas de su propio pasado? Más que al cine, quizá Von Trier pertenezca a esa entelequia llamada "arte contemporáneo", ese misterio que se mueve sin cesar entre lo sublime y lo ridículo.

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