La acción
por Quim CasasAgitación, acción, reacción. 120 pulsaciones por minuto es una película que evoca la lucha por concienciar a la gente sobre el peligro del sida a principios de los años noventa, en Francia. Pero es también una película sobre la responsabilidad política que lo engloba todo (la responsabilidad de los políticos, de las farmacéuticas, de la opinión pública y los medios de comunicación), así que es, además de un filme en torno al sida, un filme sobre la acción.
La acción, las acciones, emprendida por una asociación que conciencia sobre el virus a la vez que pone en entredicho la política del Estado respecto al tema. Una asociación cuyos activistas esparcen las cenizas de un compañero muerto encima de las bandejas de canapés de una fiesta, boicotean una conferencia donde no se dice nada y se oculta todo, o hacen estallar globos llenos de pintura roja en las dependencias de una empresa farmacéutica que ni investiga ni soluciona porque quizá, como ocurre ahora, en 2018, con los antibióticos, entonces ya no resultaba rentable invertir en la búsqueda de nuevos tratamientos para el virus de la inmunodeficiencia humana.
Hay una sana urgencia, ganas o necesidad por parte del actual cine francés en volver a los años noventa, sea en el caso de Robin Campillo para recordarnos lo mucho que se luchó entonces contra la incultura generalizada en torno al sida –un castigo para los homosexuales y los yonquis, se dijo y escribió por activa y por pasiva– o, como hizo Mia Hansen-Love en Eden, para evocar la escena electrónica del french house. En ambos casos, y de forma admirable, sus respectivos directores pasan de lo colectivo (y generacional) a lo individual con mucha facilidad. Pero es que ese paso, evidenciado en la película de Campillo en la escena de la muerte y funeral de uno de los jóvenes activistas, Jérémie, es, en el fondo, la razón de ser de estas obras.
El discurrir del tiempo invita a la evaluación. No hay en 120 pulsaciones por minuto la inmediatez y urgencia mostrada en Las noches salvajes, aquella novela y película (de 1993) en la que su escritor y director, Cyril Collard, explicaba su condición de seropositivo y filmaba sus últimas experiencias antes de morir. Campillo muestra su “activismo” de otra forma, restituyendo las heridas de ese mismo tiempo y hablando, en el fondo, de muchas más cosas que el sida, cosas de entonces y de hoy. Habla, sobre todo, de la necesidad de la acción, algo que en términos políticos, culturales, humanos en definitiva, es tan necesario hoy como en aquellos tiempos aciagos en que el virus sembró la muerte y el miedo.
Las secuencias que acontecen en el aula donde se reúnen los activistas, con su carácter asambleario, recuerdan un poco al choque de intereses, y a la necesidad de diálogo y evolución, de La clase, una de las películas de Laurent Cantet escritas a medias con Campillo. Pero no es únicamente por el tipo de situación y decorado, sino por el tempo y la intensidad: no debemos olvidar que además de guionista de Cantet, Campillo es también montador de los filmes de su amigo, así que la gestión del tiempo (el empleo del tiempo, cinematográfico, parafraseando el título del segundo largometraje de Cantet) le pertenece un poco a él en La clase como, ya directamente, en 120 pulsaciones por minuto.
Filmar la música, el movimiento y las sensaciones en una discoteca nunca ha sido tarea fácil. Campillo lo hace muy bien en esta película, y aún se arriesga más cuando filma del mismo modo la parte final del boicot a la fiesta y la convierte en un saludo musical, un recuerdo feliz, por el protagonista fallecido.
A favor: Es muy didáctica, pero lo es de forma absolutamente natural.
En contra: Que se vea solo como un filme sobre aquella época y aquel virus, cuando su alcance es más amplio.