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En las primeras imágenes de "Killers of the flower moon", tras la erupción de una fuente de oro líquido en las tierras de un poblado indio, le siguen unas imágenes de carácter documental en blanco y negro 1:1´33 que funcionan de testigo acerca de la fiebre por la riqueza que vivía la sociedad estadounidense en la segunda década del siglo XX. Estas imágenes en escala de grises se mezclan con el fundido del Scope a color de la cámara de Scorsese, que selecciona al personaje de Leonardo DiCaprio entre los asistentes de un vagón de ferrocarril sedientos por oportunidades de hacer dinero. A lo largo del filme volverá a existir este enlace entre ambas imágenes que nos muestran unos crímenes cometidos a sangre fría. La imagen documento y la imagen ficción se entrelazan en la nueva cinta de Martin Scorsese guardando una brillante clave, un querer solaparse para comprenderlas como la misma cosa, reduciendo el poco espacio que las separa en cuanto a intención testimonial de unos hechos reales. Es así como la película hace su carta de presentación y pretende ser ante todo una maniobra de recuperación de la memoria histórica por medio de un relato aterrador: la historia real de los crímenes cometidos contra la nación nativa Osage por la posesión de las tierras y la explotación del codiciado combustible.
El western revisionista y el cine de gangsters se conjugan en este filme con total plenitud y conforman una obra formidable, una cumbre más y desde hoy hito en ambos géneros, que viene a invertir los valores de ese “Print the legend” de John Ford. En la película de Scorsese no hay espacio para la leyenda, ni melancolía o añoranza por los tiempos del Old West. Lo que se nos presenta es una monumental tragedia, y es ahí donde reside —según quien escribe estas palabras— uno de los mayores hallazgos de la cinta ¿cómo hacer que una película enorme, que una historia que desprende un cierto estremecimiento de épica pueda sin embargo ser una película que permanece siempre distante con lo que muestra? ¿Cómo conseguir no hacer del infierno y de la maldad un sitio de regocijo? Scorsese cuenta esta historia con un sentido del tamaño de cada encuadre y con una precisión quirúrgica en los movimientos de cámara y puntos de vista inusitado, todo tejido en una pieza de orfebrería que consigue siempre hacer avanzar a una narración fríamente calculada. Nunca el plano general ha tenido tanta rigurosa dimensión de denuncia, y se debe todo a la más sentida sobriedad de estilo y fría ironía que se desprenden de sus afiladas imágenes, muestra del mejor cine reivindicativo que no subraya sus propósitos sino que confía en su capacidad de hablar a través de la representación —del hecho de mostrar para que el espectador pueda juzgar—. Palabras mayores que hacen enmudecer y desarman por completo. Véase a este respecto la escena de baile entre el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio y Lily Gladstone en la que si bien en primera instancia la película muestra el baile y la música como celebración del enlace matrimonial, al mismo tiempo y sutilmente lo que se festeja por debajo y en complicidad es el malvado plan que urde el personaje de Robert De Niro. Esa compleja dinámica punta de flecha de toda la narración del filme guarda su más difícil encuentro en el personaje que interpreta DiCaprio. Protagonista y antagonista al mismo tiempo, mayormente guía de la narración y que opera como piedra angular de ese continuo vaivén de expulsión del relato, parece querer representar a una cierta parte de la sociedad norteamericana que como él se mueve entre ignorancia y el autoengaño de la Historia. Características igual de condenables para Scorsese.
Todo ello prepara la última parte del filme en la que hay un doble juicio. La gran clave que supone la desmesurada duración de la película tiene su sentido en la resistencia de Scorsese a narrar con el tradicional rito de la elipsis, formula frecuentemente usada para, después de haber enredado al espectador en una serie de hilos dramáticos que se acaban agotan, llegar de forma rápida, optimizada y sorprendente a una resolución satisfactoria. Igual que la propia memoria, esta es una cuestión de tiempo, tiempo medido en cantidad; pues si durante aproximadamente una hora y media hemos asistido a la maquinación y ejecución de los crímenes de William Hale (Robert De Niro) y los suyos, durante otra hora Scorsese nos obliga y nos somete a ver cómo pagan por ellos, escena por escena, pieza a pieza, hasta caer sobre todos el peso de la doble ley —la del propio juicio y la de la cámara-mirada—. Este gesto de justicia histórica y de deuda con las personas/personajes víctimas de los asesinatos, en detrimento de la aparente perfección de la propia película, es uno de los gestos morales más bellos vistos recientemente en el cine y que el propio Martin Scorsese en persona cierra. Es así como "Killers of the flower moon" participa de un cine exigente, exigente porque nos fuerza a plantearnos tradiciones cómodamente asumidas.
En un año en el que hemos sido convocados por la última película de Steven Spielberg y la nueva de Víctor Erice, filmes que junto con "Los asesinos de la luna" comparten aparentemente lo que podemos considerar de forma reduccionista “defectos", son sin embargo películas que apuestan por hablarnos, por impulsar con cada plano y gesto al cine más lejos aunque para ello haya que sacrificar su aparente perfección formal. Deseosas de hacer que volvamos a aprender a mirar, este gesto rompe con un cine algorítmico, hecho a base de formulas y de esquemas narrativos implantados en laboratorio y perfectamente medidos. Lo de estos cineastas se trata pues de una revolución. Ante un cine que nos interpela, una función crítica necesaria. Siempre, a favor de un cine imperfecto.