Mi cuenta
    Barbara
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Barbara

    Por una imagen musical

    por Carlos Losilla

    El cine francés siempre ha sido, de algún modo, tan musical como el de Hollywood. Ya en los años 50, los críticos de la revista Cahiers du Cinéma admiraban a Vincente Minnelli y Stanley Donen, apostaban fuerte por películas como Melodías de Broadway 1955 o Cantando bajo la lluvia, al tiempo que Jean Renoir realizaba French Can Can. En la década siguiente, Jacques Demy revolucionaba el género con Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort, que a su vez enlazaban con la tradición del cine americano: en la última de las mencionadas, por ejemplo, aparecía Gene Kelly. Hasta Alain Resnais, ya en los 90, se atrevió a pisar el territorio de los diálogos cantados, en lugar de hablados, con On connaît la chanson, y el mismísimo Jacques Rivette demostraba que el suyo era un cine coreográfico, que siempre lo había sido, al realizar Alto, bajo, frágil. Ya en el siglo XXI, la tradición continuó con Christophe Honoré, que llevó su estilo a la cima con La Belle personne. Y Mathieu Amalric, con la espléndida Tournée, demostró al final de la década pasada que el music-hall y la chanson pueden ser tan prototípicos como Broadway y Tin Pan Alley a la hora de buscar una genealogía al respecto en el país vecino. Digo todo esto para dejar bien claro que no es de extrañar, a partir de ahí, la aparición de una película como Barbara, tanto en la filmografía del actor-director como en la tradición gala: he aquí un film que no se propone elaborar una biografía de la cantante del título, ni tampoco mezclar escenas dialogadas con sus canciones inmortales al estilo de “Mon enfance” o “Le mal de vivre” --por citar dos de entre un montón de clásicos--, sino más bien demostrar que puede existir un cine por completo musical, un cine que fluya de una escena a otra dependiendo totalmente de un cierto ritmo. 

    En efecto, Barbara no se propone poner en escena la vida de Barbara, y eso que hay que reconocer que lo tenía fácil de haberlo pretendido. La cantante sufrió abusos por parte de su padre, acometió algún que otro intento de suicidio y, en general, siempre mantuvo una relación más bien atormentada con su arte, con misteriosos periodos de desapariciones y retiros que a veces coincidían con sus épocas de mayor popularidad. Todo esto aparece en la película de Amalric, pero a modo de flashes sin explicación, de alusiones que jamás se desarrollan, en el interior de una ficción que propone al propio cineasta como director de cine --obsesionado con la figura de la cantante— que intenta hacer una película sobre su figura. Pues el film es eso: una sucesión de escenas concebidas a modo de canciones, que se proponen transmitir las sensaciones que provoca la música de Barbara de una manera directa y experiencial, como si Amalric no confiara en la dramaturgia convencional y optara no por contar una historia, sino más bien por desmenuzarla, por convertirla en fragmentos de tiempo que se acumulan y se mezclan, que acaban provocando un efecto casi alucinógeno. De esa manera se acaba restituyendo en la pantalla toda una época, pero sin grandes alardes decorativos; una personalidad única, pero sin tentaciones hagiográficas. 

    Pues se trata de poner en escena al mito, no a la persona. De evocar lo que supone aún hoy, pero a través de su modernidad musical y artística. Y de dejarnos con la duda de que si eso que hemos visto, o estamos viendo, es pasado o presente, pues a Amalric no le importa mezclarlos en un estilo torrencial, que bascula entre la energía y la delicadeza sin apenas transiciones entre una y otra –como las propias interpretaciones del actor cuando colabora con Arnaud Desplechin o Bertrand Bonello--, y que acaba proponiendo un mosaico a veces inconexo, en ocasiones turbador, pero –en cualquier caso— siempre provocativo, el que distintos lenguajes precipitan uno en el interior del otro sin orden ni control, desde el teatro a la televisión para desembocar en una singular propuesta literalmente audiovisual. Uno termina de ver Barbara agotado, como si hubiera pasado por algún tipo de experiencia que sabe que será inolvidable. Uno termina de ver Barbara fascinado e hipnotizado por la performance de Jeanne Balibar, que no deja de ser nunca ella misma por mucho que parezca que, por momentos, solo vemos a Barbara en pantalla, que la actriz queda borrada. Y eso porque Barbara, en el fondo, es una película sobre la puesta en escena, sobre el musical visto como la manifestación más sublime del cine. Por un lado, Amalric es el director de pista que intenta mantener el control sobre ese flujo descomunal de imágenes. Por otro, Balibar es la artista que compite con él a la hora de querer poner orden –siempre sin éxito— en todo ese tumulto, incluso en ella misma, en sus brutales y continuos desdoblamientos. La realidad y la ficción, la biografía y el musical, la mujer y la máscara. Barbara podría ser la película que hubieran intentado hacer Max Ophüls o Federico Fellini de haber vivido en estos tiempos. 

    A favor: Es un salto mortal sin red, un torbellino, una película tan sincera que a veces parece irreal. 

    En contra: Hay momentos, por pocos que sean, en que la marabunta es tal que puede parecer –paradójicamente-- un poco forzada.

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