Es una pena que el talento no se herede con la misma facilidad que el apellido. Y lo digo porque todavía no he encontrado en Sofía Coppola una razón objetiva para compararla con su padre. Como diría aquel: “No digo que lo mejores... Iguálamelo”. Quizás algunos piensen que el estilo minimalista y naif de Lost in Translation (2003) era el paradigma de una forma muy personal de hacer cine, pero yo soy de los que estaban seguros de que esa cinta insípida y aburrida era solo el principio de una carrera mediocre y pretenciosa, saturada de planos inútiles y basada en una estética que enseguida quiso hacer suya en detrimento de todo lo demás, especialmente del ritmo narrativo. El film se convirtió en un escaparate de intenciones y, película tras película, la realizadora ha malogrado todos los guiones que le han llegado a las manos. Y, claro, lo ha vuelto a hacer con La Seducción. Cuando esta novela de Thomas Cullinan la descifró Donald Siegel en 1971 (El Seductor), los matices de producción, la fotografía, la tensión sexual, el morbo de los personajes, la banda sonora de Schifrin, y el propio Clint Eastwood al frente del reparto, bordaron un trabajo que ahora se antoja cursi y pedante en manos de la vástago del gran Francis Ford. Decepciona mucho que esta realizadora soslaye el carácter sensual y perverso de la historia, que destroce la naturaleza sexual de las situaciones, y que al final solo le dé importancia a una fotografía infrailuminada y con presuntos contrastes artísticos. Y es lamentable que eche a perder el caché de dos grandes actrices como la Kidman o la Dunst, que aquí parecen sendos monigotes al servicio de la vulgaridad cinematográfica.