Mujeres enamoradas
por Gerard CasauLo deseable sería que esta crítica de Amante por un día celebrase el reencuentro con un viejo amigo (y maestro), Philippe Garrel, que lleva haciendo cine desde mediados de la década de los sesenta, cuando apenas era tardoadolescente. Sin embargo, la realidad de la distribución española prácticamente nos fuerza a hacer las presentaciones: pese a que su cine se ha visto de manera más o menos regular en festivales (San Sebastián incluso le dedicó una retrospectiva en 2007), y que algunas de sus obras de madurez han aparecido en DVD, este es tan solo el segundo de sus filmes que se estrena en salas estatales (de hecho, su “debut” se produjo anteayer, en 2013, cuando Un verano ardiente asomó tímidamente por la cartelera).
Por todo ello, puede quien quede extrañado ante la austeridad de las imágenes de Amante por un día, donde todo espectáculo pasa por ver emerger un rostro u otra parte del cuerpo de entre una sombras fotografiadas en el blanco y negro de unos 35mm que tratan de mantener el granuloso orgullo de sus orígenes fotoquímicos en los tiempos del DCP. O ante el aparente anacronismo de unos diálogos donde los jóvenes contemporáneos aún pueden reunirse para debatir sobre la guerra de Algeria sin que suene a impostura. Lo que en otros directores no dudaríamos en tachar de trasnochado, en Garrel es síntoma de perseverancia en temas y registros que aún le despiertan inquietudes. También de la convicción en una economía creativa que le ha llevado a plantear sus producciones más recientes como una trilogía formada por películas que se detienen tras una hora y cuarto de metraje, y que profundizan en las ramificaciones freudianas de los celos: son La jalousie, L'ombre des femmes y Amante por un día.
La película se abre con sendos resuellos antitéticos. Por un lado, el de la desconsolada Jeanne (Esther Garrel, hija del director, que ya aparecía junto a su hermano mayor Louis en La jalousie), que ha tarifado con su pareja y arrastra sus bártulos por las calles de París. Por el otro, el de Ariane (Louise Chevillotte), que disfruta del sexo con su amante y antiguo profesor Gilles (Eric Caravaca), que es también el padre de Jeanne. El descalabro en la vida amorosa de esta la lleva a instalarse por un tiempo indefinido en el hogar parental, dando lugar a un peculiar triángulo afectivo, en el que Jeanne y Esther, ambas de la misma edad, son a la vez madrastra e hija, amigas confidentes, y rivales veladas, quizá por la atención de Gilles, quizá por el simple deseo de aparentar control sobre sus sentimientos.
La aparente armonía entre los protagonistas se erosiona sin escándalo (por más que en el transcurso del metraje queden conatos de suicidio, infidelidades varias y no pocas lágrimas), como si desde el momento en que los tres inician su convivencia, se asumiera de forma tácita que la situación no puede durar (un determinismo en absoluto ominoso que pone de manifiesto la voz en off literaria de la actriz Laetitia Spigarelli). Y, pese a la complejidad de los remolinos emocionales que atraviesan el relato, la escritura de Garrel (colaborando ahora con Jean Claude-Carrière, Caroline Deruas y Arlette Langmann) es transparente como nunca, como si a sus casi setenta años y tras militar en la autoría radical, el firmante de La cicatrice intérieure hubiera alcanzado su personal Modo de Representación Institucional del corazón humano. Nada sobra y nada falta en la pantalla: en su lúcido equilibrio entre intenciones, método y resultados la película es, como dijo Adrian Martin, perfecta.
A favor: La incorporación definitiva de Esther Garrel a los retratos fílmicos de su padre. Y la perfección de tono y tempo lograda por el autor.
En contra: Que tras casi medio siglo de trayectoria, esta sea tan solo la segunda película de Garrel que se estrena en salas españolas.