El ocaso de un imperio
por Paula Arantzazu RuizComo sucedía en El hijo de Saúl, Atardecer es un trabajo sobre la desorientación del sujeto que camina por el tormentoso siglo XX, aunque en el caso de Irisz, la protagonista del segundo largometraje de Lászlo Némes, son otros los motivos que le impulsan a moverse por el ajetreo descontrolado e inaprensible del Budapest de 1913. Si el personaje de Saúl podía verse como una suerte de cuerpo fantasmagórico que recorría -de manera algo impúdica– los pasillos de la fábrica del horror nazi, Irisz, una magnética e inquietante Juli Jakab, nos descubre de manera activa el terror de la época convulsa que le ha tocado vivir, en paralelo al frenesí de esa modernidad de principios del siglo XX que derivó trágicamente hacia las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Las comparaciones son odiosas, pero en el caso del cine de Nemes es imposible no caer en tal recurso. Primero, porque la puesta en escena de Atardecer es prácticamente similar a la de El hijo de Saúl -esto es, cámara pegada al cogote de la protagonista y retrato subjetivo a lo largo de pocas jornadas y a través de un escenario constantemente en movimiento-, aunque el director húngaro propone en su segundo e igual de monumental trabajo una visión más fragmentada, elíptica, como si quisiera subrayar ese estado de alucinación de la protagonista eliminando rastros, huellas y sentido. La desorientación que sufre Irisz es, por tanto, mucho más intensa, provocando en el espectador un desconcierto absoluto en no pocos momentos de la película. Seguimos a Irsz llegar a Budapest para reclamar el legado de su familia, destruido con el incendio del negocio familiar, una elegante sombrerería, y pronto nos descubrimos acompañándola por los entresijos de unas revueltas -sociales, pero también marcadas por las pequeñas venganzas- que amenazan con destruir el estatus de la élite dominante, y sin saber muy bien cómo hemos llegado a esos lugares. Vemos atentos a Irisz ir de un lado al otro por el laberinto urbano que propone Nemes, intuyendo que tal vez lo laberíntico también se encuentre en el interior de la protagonista.
De nuevo filmada en un exquisito 35mm -las escenas nocturnas son sobrecogedoras-, Atardecer es asimismo un trabajo más suntuoso y complicado en términos de orquestación que el primer filme del cineasta húngaro. Y es probable que más desasosegante, porque la agitación perceptiva que propone, una experiencia cinematográfica que funciona como torbellino, más intensa y honesta que en El hijo de Saúl, guarda no pocas concomitancias con la velocidad a la que estamos sometidos hoy en día, rodeados constantemente de impactos visuales y sonoros que ofuscan nuestra capacidad de reflexión y, por tanto, de juicio. El verdadero punto ciego de la contemporaneidad.