Mapa a las estrellas
por Gerard CasauAproximadamente a los cuarenta minutos de metraje, Lo que esconde Silver Lake tiene la gentileza de incluir una escena autoexplicativa que trae a la superficie las preocupaciones de la película y abre una puerta que invita a los espectadores no receptivos a abandonar la sala y regresar a sus hogares. Este punto de inflexión tiene lugar mientras Sam, el protagonista que encarna Andrew Garfield, toma un baño para tratar de librarse del hedor que le ha impregnado una mofeta revoltosa. A su lado se encuentra su amiga/ligue aspirante a actriz (Riki Lindhome), que comenta distraídamente: “Tengo la impresión de que cada año que pasa mueren más famosos. Todas esas personas con las que crecimos: Dick Clark, Elizabeth Taylor, Johnny Carson…”. Esta carga de profundidad habla de una generación -aquella a la que pertenece el director David Robert Mitchell- que ha armado sus estructuras mentales alrededor de la cultura popular y ve cómo el paso del tiempo los va privando de referentes.
La mitomanía elegíaca expuesta por la chica halla un desnivel en Sam, quien la lleva a un grado más extremo: en ese momento, el personaje se anima a sincerarse y comparte con ella y con los espectadores el contenido de la libreta que guarda celosamente al lado de su cama, como si fuera su diario secreto. Se trata de la colección de notas que ha ido tomando durante meses a partir de la mirada de una presentadora de televisión, como si el movimiento de sus ojos respondiese al patrón de un código no verbal destinado a una élite de iniciados. “¿Por qué no asumimos de una vez que toda la infraestructura de la industria del entretenimiento que llega a las casas de alrededor del mundo no es lo que nos han dicho que es? ¿Quizá haya gente más poderosa que se comunica a través de estos mensajes, que van dirigidos a ellos, y no a nosotros?”, explica Sam, en un arrebato de entusiasmo, mientras su compañera pone una expresión progresivamente desconcertada y horrorizada. Si tu reacción ante este discurso es parecida a la de ella, quizá sea mejor emularla y realizar un mutis. Si, en cambio, te creces como Sam con la conspiranoia pop, eres bienvenid@ a acompañarle en su viaje por el subsuelo (simbólico y literal) de Los Ángeles.
Lo que esconde Silver Lake es, como vemos, una película filtrada a través de una mente obsesiva y calenturienta, la de su director y guionista y, sobre todo, la de su personaje central, un joven adulto que parece haber hecho del desempleo una forma de vida, y que rebota de una cafeteria hipster a una fiesta ídem observando todo lo que hay a su alrededor, tratando de buscar la frecuencia que una la multitud de signos dispersos que le rodean. Un día, encuentra su constante en Sarah (Riley Keough), la vecina con la que empieza a flirtear y que se desvanece antes de poder consumar su incipiente relación. La desaparición de la joven es el motor que da alas a Sam para escarbar en todos sus conocimientos de entretenimiento y consumo y buscarles una utilidad empírica: en ellos debe residir la clave que explique no solo por qué su casi-novia se ha ido, sino también la estructura que sostiene el mundo.
Cuatro años después de convertirse en hombre de moda gracias a la brillante del terror discursivo de It Follows, David Robert Mitchell ha empleado su momento bajo el Sol para armar un proyecto ambicioso que, en cierto modo, recoge el testigo del Richard Kelly de Southland Tales. Esto es, realizar una película que se plantee como summa pop definitiva; al menos para un público con cierta memoria (o edad): pese a su ambientación contemporánea, los referentes y actitudes que maneja el filme parecen llegar hasta el cambio de siglo, como escapados de las narraciones más lunáticas de Daniel Clowes circa Como un guante de seda forjado en hierro. Apenas hay presencia de internet o de smartphones, y el conocimiento para transmitirse a través de un underground tangible hecho de fanzines y cintas de vídeo, que dan acceso a nuevas áreas que son desveladas de manera más parecida a una aventura gráfica diseñada con SCUMM que a la idea de sandbox que identifica el gaming actual.
En cualquier caso, Lo que esconde Silver Lake se distingue de Southland Tales en el hecho de que Kelly planteaba cada elección de puesta en escena (desde el casting a la banda sonora) en un comentario pop, mientras que Mitchell prefiere convertir los ítems referenciales en materia narrativa, configurando un mapa urbano de Los Ángeles tan clandestino e hiperreal como el que Jacques Rivette hizo de París en Le pont du Nord. Pero allí donde las heroínas rivettianas se tenían las unas a las otras en su zigzag por los límites del control, Sam es esencialmente un personaje solitario, cuyos encuentros con los demás toman la forma de complicidades coyunturales, dejándolo solo con la carga de ser un antihéroe de clase trabajadora (aunque satisfechamente improductivo) en el laberinto de los designios diseñados para el 1% de la población mundial. En su periplo, descubrirá por ejemplo que no hay inocencia ni verdad en el pop, sino simplemente ganchos melódicos paridos por la mente de un hombre blanco y decrépito. Y, sobre todo, levantará el telón de aquello que todos, más o menos, podemos intuir: que la arquitectura del mundo es una pirámide invisible para la jet set, donde la única opción que se nos da es la de actuar como mascotas que siguen la voz de su amo.
Además de esta vis política, enterrada en la montaña de cajas de cereales, canciones de usar y tirar, programas de televisión caducos y revistas porno vintage que forman Lo que esconde Silver Lake hallamos también una lacerante reflexión sobre la mirada que los hombres proyectan en las mujeres, empezando por el propio Sam. Andrew Garfield se cuida de hacer del protagonista un personaje plenamente simpático, poniendo de relieve un carácter voyeuristico y onanista que comparte con su entorno más cercano (resulta particularmente perturbador el instante en que él y un colega espían, drone mediante, a una chica mientras esta se desviste entre lágrimas). Por su parte, el relato abunda en la cosificación de las mujeres que circulan en la órbita de Hollywood y el mundo del entretenimiento, hasta el punto que David Robert Mitchell rueda de nuevo una escena de su cándida ópera prima The Myth of the American Sleepover, fabulando sobre un proceso de corrupción que convierte al reparto del hype indie en escorts del ecosistema angelino. Aunque, en ese sentido, quizá la cita más venenosa de todo el filmes es a Cómo casarse con un millonario, la película preferida de la desvanecida Sarah, que entiende su título como objetivo vital que, al cumplirse, se torna en una desolación que pesa como una losa en los minutos finales del metraje.