La franquicia de horror de Universal y Blumhouse debe quedarse bajo llave
En un abrir y cerrar de ojos, la saga “Insidious”, emblemática creación y segundo mecanismo de reconocimiento para el maestro James Wan, se transformó en un demonio rojo de cacería. Rondando la primavera del 2011, múltiples estrenos acechaban teatros sedientos por relatos que volvieran a posicionar la confianza del espectador como propósito cardinal, usando como vehículos historias denotativas que den por sentado la entrega de espléndidas medras para el mundillo del horror. Ostentando la misma traza de cintas sobre moradas embrujadas en donde eventos siniestros tienen ocasión de par en par, aquellas en donde el héroe siempre sale victorioso de la eterna pugna entre el bien y el mal, “Insidious”, el quinto trabajo de Wan como director, volcó las herramientas a su poder en tremendas travesías argumentales, explorando de manera única y, al unísono, enigmática el lado más oscuro del terreno astral, alzando por el camino técnicas y características a la vieja escuela teniendo como fin tejer un filme sobre demonios poderosamente sobrecogedor, empleando legendarios intérpretes, el ojo crítico del director para erigir y solventar magistralmente logrados momentos de tensión y una banda sonora que ha pasado a los anales del cine de horror. Cerrando su andadura mundialmente con cuasi 98 millones de dólares, la secuela se puso en marcha casi de ipso facto. Disponiendo de un presupuesto palpablemente mayor y un desarrollo de personajes no del todo convincente, “Insidious: Chapter 2”, consiguió ser la entrega más rentable de la saga, en parte porque reanudaba los compromisos claves que hicieron del primer filme tan magnéticamente terrorífico. Lamentablemente, la franquicia dio sus primeros pasos hacia un amargo trecho de muerte con la tercera entrada, en la que solamente un componente base hacia acto de presencia, sin embargo, presente, en este caso, no se traduce en palabras placenteras. Se extrañaba el terso y singular ángulo cinematográfico del malayo y la participación de los grandes actores que daban sentido a la lucha entre luz y oscuridad, aspectos reemplazados por una adolescente en silla de ruedas y un cineasta que dirigía, escribía y actuaba en su propio filme, ya todos sabemos como terminan la mayoría de proyectos con estas características— si te hablábamos a ti, Ben Affleck —. Y aunque aún no se daba por perdida la oportunidad de regresar fuerte mediante una historia con el suficiente corazón y fibra para que el público pagase un boleto con valor, con la última inserción dentro de la franquicia, “Insidious: The Last Key”, cinta que se pavonea de ser la pieza faltante del incoherente circulo narrativo creado desde la aparición de Elise en la segunda cinta, parece ser que la saga ha sido, creativa y sentimentalmente, tirada al cesto de la basura, una cuyo contenido alberga a los peores largometrajes del genero manufacturadas por Hollywood.
Elise Rainier, la descollante parasicóloga interpretada por la ya mítica Lin Shaye, continua en su faena cinegética, derrocando espíritus, creaturas o cualquier entidad maligna que ataque hogares, familias o personas con ferocidad. No obstante, aún tendrá que enfrentar a sus propios demonios, aquellos que la han hostigado insistentemente desde su traumática niñez.
Es pertinente aclarar que desde que la franquicia determino otorgar un prominente protagonismo a Elise, la trama argumental ha trascurrido de atrás hacia delante, es decir, la obra inaugural resulta ser el más próximo acercamiento a la vida de la parasicóloga, pasando así por la tercera y ahora por “The Last Key”. Semejante barullo narrativo pone en evidencia los reptantes afanes de productores e inversionistas por extraerle hasta la última pluma a esta gallina de oro que, algún día, atesoró los requisitos para establecerse como una de las mejores sagas de horror del nuevo milenio.
Aunque la cinta exhibe falencias por doquier a nivel de timing, ritmo, narración, edición, complejo artístico y actuaciones, cada una de estos son fuertemente suscitados por dos desencadenantes terriblemente nugatorios. El primero, sin dudar, es el desastroso proceso de escritura. Pese a que independientemente los argumentos han sido propulsados por los personajes creados por Leigh Whannell, los dos primeros filmes gozaron de la tutela y agradecible aval de Wan, evidenciando la perspicacia y atino del director en el planteamiento de las situaciones, sin embargo, es curioso detectar que el progresivo desvanecimiento de la franquicia inicia en el momento en que el malayo solamente radica como co-productor, hecho que le acarrearía plena libertad a su colega para escribir e incluso dirigir nuevas historias alrededor de sus creaciones, un mortífero desacierto. El actor y guionista australiano afirmaba haber encontrado la manera idealmente respetuosa de volver a ingresar dentro del mundo de “Insidious”, la llave: una nueva protagonista. No obstante, sus afirmaciones resultan capciosas al darnos cuenta que ha quebrantado hasta la extenuación un universo ficticio que albergaba prometedoras posibilidades, llenas de vías para levantar momentos de terror genuino. Para colmo de males, con “The Last Key”, el escritor se adscribe como un peligro eminente para la franquicia, no ha encontrado un éxito propio como director, como escritor ni mucho menos como actor siendo uno de los vergonzosos miembros de la pareja cómica de “caza-fantasmas”. Desenterrar el pasado de un personaje que, aunque carismático y uno de los pocos puntos fuertes de la historia, ya está muerto no es evidencia de desbordante originalidad o factibilidad de entretenimiento; construir eventos, a modo de precuelas, sobre la reconstrucción del pasado de un personaje no augura buenos resultados para una cinta de género y así es, el guion de Whannell intenta moralizar a Elise por medio del molde de heroína con vidas infinitas y un logos que deja en vergüenza una promisoria serie de relatos que un día estuvo en manos de grandes. En cuanto a las secuencias de horror, principal y posiblemente único apelativo para la mayoría de asistentes, la decadencia de efectividad se potencia al cimentar la tensión explícitamente en golpes de efectos y crescendos imparables que confinan a la cinta en la lista de aquellos filmes de aparente horror, no alcanzar escenas que ericen el vello del espectador es un problema en este tipo de filmes, asimismo, increíblemente aquí se pone incluso peor ya que hay dos secuencias en las cuales se consigue desplegar una proceso de tensión medianamente inquietante, solo para ser interrumpido y bruscamente trastocado por la incesante inserción de escenas contiguas o por un desaclimatado jump-scare, simplemente deprimente. El guion literario es cuento aparte. Si la audiencia acude a la carcajada y no al lamento para reaccionar de tu película, hay de qué preocuparse. Teniendo a miles de películas independientes como evidencia justificadora, no siempre los actores más cotizados son aquellos que ejecutan interpretaciones para galardón, sin embargo, en este filme, aunque ninguno de los interpretes posee un gran reconocimiento alrededor del globo, ni uno solo consigue sacar adelante el relato, principalmente por las melodramáticas y exageradamente risibles líneas de dialogo. Amén de situaciones tremendamente predecibles y resoluciones presumibles, los parlamentos que salen de la boca de los actores provocan instintivamente bochorno, los diálogos son nefastos y las relaciones trazadas entre los personajes lo son aún más, no se siente absolutamente ni una gota de química ni conexión, no se puede sacar algo posiblemente novedoso o realmente positivo de un trabajo narrativo pésimo, un bodrio que nunca debió tener el chance de salir a la luz.
Encomendar a un recién llegado una franquicia que anunciaba un agónico ultimátum fue el otro gran problema. Adam Robitel es un productor nominado al Emmy que mantiene a sus espaldas más funciones como editor y actor que como realizador, no significa que no contemple las capacidades necesarias para sacar triunfante un largometraje, no obstante, la cuarta entrega de la franquicia no tuvo por qué parar en sus manos. Se dice que el director es el capitán del barco fílmico, también se dice que una obra audiovisual refleja la visión que este guarde, a saber, sobre él o ella cae el peso de los giros que deba tomar una idea aquí y allá, es por esto que finalizado el visionado de “The Last Key”, luce alarmante la dificultad del nobel director para concebir una cinta redonda, intensa y refrescante, tres epítetos faltantes. Mientras la opera prima de Robitel fue la que le permitió darse a conocer mediante un galardón en los iHorror Awards (“The Taking of Deborah Logan”), ahora anhela que esta sea su trampolín para adentrarse en el enorme monstruo Hollywoodense, sin embargo, sus deseos parecen poco factibles. Desprovisto de cualquier punto de novedad, el filme del cineasta estadounidense significa en paso en falso para el género, pasando de ser inadecuadamente cómica a intensamente tediosa.
Insertando, a displicencia, técnicas digitales y manuales a medio dar, conforme avanza el metraje, se advierte una especie de espectáculo freak por el que desfilan espeluznantes y caricaturescas creaturas que cumplen una función, a secas, pasable, ninguna de ellas conserva un espíritu verdaderamente amenazante o instintivamente perjudicial, además, el hecho de saber que Elise no puede morir extrae la poca emoción de las secuencias. Específicamente hablando, hay una inteligente técnica artística que broto de la primera película, en la cual era empleada, por máximo, dos veces, exhibiendo el tino fascinante y enigmático de su director. Situar dentro del cuadro al espectro o aparición, en medio de un desplazamiento de cámara, sin que el mismo personaje lo perciba, de modo que solamente los más agudos asistentes noten su presencia, fue un truco que optimizo la tenebrosidad de las dos primeras obras, sin embargo, de nuevo, aquí se utiliza hasta la saciedad, esa incertidumbre de creer ver algo a un lado, detrás o arriba del personaje se convierte en una sucesión evidente de monstruos que aparecen y desaparecen, por lo tanto, el masoquista pavor que provocó un pequeño del siglo XV correteando y saboteando las melodías de un hogar no consigue ser, ni siquiera, rozado por el efecto levantado por un ente cuyos dedos son llaves, así de fácil. Adicionalmente, se presenta una incursión totalmente descarada y encimada al casi extinto género found footage, un recurso innecesario que lo único que provoca es el irreparable debilitamiento de la historia, presentando un efecto de visión nocturna que nos lleva al siguiente gran remedo. “Don't Breathe” de Fede Álvarez fue la gran sorpresa del año 2016, siendo considerada por su servidor como la película original de tal año, un thriller de abducción que emana tensión y originalidad por los poros, causando un inevitable terror aun cuando se tratase de un home-invasion. “Insidious 4” emula, con desfachatez, el uso de la perspectiva de visión nocturna, una técnica que aunque no esté explícitamente ligada a la cinematografía de Pedro Luque y su ya clásica secuencia en la tierra de la oscuridad, recuerda inmediatamente a tal escena, una emulación que se intensifica al inmiscuirse ahora con el campo narrativo, copiando, aparentemente de forma disimulada, algunos secretos en el sótano, una jugada narrativa que también sobra y que desato mi furia ante tal falta de respeto.
“Insidious: The Last Key” de Adam Robitel debe botar al escusado esa última llave que le abre las puertas a la franquicia. Rígida, intermitente y falta de cualquier vestigio de potencia narrativa, la cuarta entrega desentierra el risible pasado de un personaje emblemático para una saga que parece perdida, mientras en simultáneo, entierra las ínfimas posibilidades de recobrar las fuerzas de tiempos pasados. Se sepultó bajo polvos visuales exhibicionistas ese toque tan característico a la vieja escuela que hacia a las imágenes y el sonido tan espeluznante. Cualquiera que page un boleto para esto, tendrá que alistarse para viajar a lo más oscuro del mundo Hollywoodense, un tenebroso y vil lugar en donde hombres con maletines de cuero y corbatas señoriales dictaminan secuelas o terminaciones de historias que, algún día, pudieron trascender una barrera ficcional.