Las formas perversas del amor
por Israel ParedesSi Embriagado de amor (2002), a pesar de su ambición en todos los niveles, supuso una suerte de (auto)contestación por parte de Paul Thomas Anderson a Sidney (1996), Boogie Nights (1997) y a Magnolia (1999), como si realizase una película, en apariencia, más sencilla, pero desde luego, e incluso dentro de su gran complejidad y singularidad, menos ampulosa en un sentido narrativo. Una película más controlable que tuvo mucho que ver con el devenir de la obra de Thomas Anderson en sus siguientes largometrajes, Pozos de ambición (2007), The Master (2012) y Puro vicio (2014), trabajos con los que el director rompía constantemente los modos representacionales tradicionales, indagando en nuevas formas de relatos (sobre todo en The Master), películas de exploración en la imagen y la música que tuvo en su documental Junun (2015) una suerte de continuación en otros sentidos, en otros contextos. Sin haber agotado el camino, con El hilo invisible Thomas Anderson parece alejarse de sus anteriores producciones, aunque sea en muchos sentidos una pieza más de una filmografía que avanza casi de forma orgánica. Su nueva película puede ser más concreta, pero posee la misma complejidad, incluso más, que las recientes. A su vez, es posible que con el paso del tiempo veamos El hilo invisible como obra transicional en su carrera, algo que, desde luego, no evita que contemplemos su nueva propuesta bajo la brillantez de su trabajo formal.
En El hilo invisible Thomas Anderson lleva a cabo un operativo formal y narrativo asentado en unas formas melodramáticas que remiten, por añadidura, al cine de prestigio británico para conducir la película hacia las formas del thriller psicológico, las cuales aparecen de manera paulatina, sin enfatizar, con gran sutileza a la hora de ir violentando el espacio narrativo con ellas hasta integrarlas a la perfección. Para ello se apoya en el artificio, en ocasiones incluso afectación, que tiene en la interpretación de Daniel Day-Lewis su mejor representación. De hecho, y aunque resulte paradójico y contradictorio, en su construcción del personaje de Reynolds Woodcock hay algo impostado, quedando de forma demasiado evidenciada su representación. Dicho de otro modo, vemos antes a Day-Lewis interpretando al personaje que a éste. Algo que resulta en determinados momentos algo irritante, pero que acaba convirtiéndose en parte intrínseca del relato y del discurso formal de Thomas Anderson en tanto a que, al igual que las imágenes, Reynolds Woodcock es en sí una construcción dentro de su mundo. Diseñador de moda en el Londres de posguerra, durante los años cincuenta, comparte negocio con su dominante hermana Cyrill (Lesley Manville), organiza su vida de un modo tan férreo y desafectado que posee algo de ficción, algo de representación en su realidad dentro de la ficción. La irrupción de Alma (Vicky Krieps) trastoca su vida y ambos entablan una relación que poco a poco va enrareciéndose, tornándose extraña y malsana, pero siempre desde una sutilidad basada en los gestos, en las miradas, en los detalles.
Con El hilo invisible Thomas Anderson vuelve a mostrar que, en el cine contemporáneo, pocos cineastas como él entienden la forma cinematográfica, en esta ocasión ejemplificada en cómo retrotrae un cine desde su interior, sin necesidad de jugar al pastiche, evidenciando el artificio formal pero trabajándola de una manera tan personal en la que todo asume una forma diferente. Con la ayuda de Jonny Greenwood, colaborador habitual de su cine desde Pozos de ambición, y quien ha compuesto una impresionante y bellísima partitura, Thomas Anderson desarrolla el relato mediante una sensualidad mórbida que poco a poco va atrapando hasta el clímax final –resuelto con una secuencia de perfecta planificación-. Quizá pueda objetarse que la película deja el planteamiento algo incompleto, o que produzca cierta insatisfacción, dado que cuando El hilo invisible alcanza su momento álgido en cuanto a la relación entre Reynolds y Cyrill, termina. Queda claro el motivo, también la necesidad, de hacerlo, pero también que quizá en algún tramo intermedio hay momentos muertos que si bien no ralentizan el desarrollo de la acción, sí se presentan como morosos mientras que el final es algo abrupto. Nada en realidad que anule la brillantez, en general, del planteamiento general de Thomas Anderson.
Una obra de gran elegancia formal, de un cuidado escénico en el que cada detalle, cada motivo, surge como relevante para entender la relación entre dos personajes antagónicos pero complementarios, que sirven al cineasta para trazar una mirada sobre las relaciones emocionales o sentimentales desde una perspectiva tóxica devenida desde la dependencia que acaban manifestando ambos personajes. Una visión, todo hay que decirlo, dura y por momentos distante, dado que Thomas Anderson, sin resultar del todo frío, observa a Reynolds y Alma, los introduce y encierra en los encuadre, los sitúa, como en el mundo en el que viven, en un espacio acotado y asfixiante, pero también, desde cierto punto de vista, fascinante. Y algo aterrador. La melosidad de Reynolds converge y se contrapone a su vez con lo prosaico, y mundano, de Alma, y en esa confluencia de caracteres El hilo invisible avanza con maestría y con un gran sentido de la musicalidad visual.
Es posible que en su nueva película Thomas Anderson haya realizado una obra más concreta, más controlable, pero sin duda alguna su ambición es más que patente y una nueva muestra de su posición a contracorriente en el cine actual. Algo que llevará a discutir, lo cual es normal, la propuesta dado que su radicalidad visual bajo un dispositivo en apariencia más clásico de lo habitual –tan solo en su superficie- puede producir desconcierto. Como lo hará también su resolución final en el que, de repente, se entienden muchos de los impulsos de los personajes que hasta ese momento pasaban por extraños, casi estrafalarios, cuando no extravagantes. Y al final, quedan expuestos, bajo su superficie y su constructo, a un estado mundano y perverso que será, a su vez, no poco discutido por el arrojo a la hora de hablar de una relación sentimental en el que la figura masculina queda desdibujada y la femenina, en un doble aspecto, expuesta de una manera muy particular. Y perturbadora.
Lo mejor: El impecable trabajo formal de Thomas Anderson, la hermosa partitura de Greenwood y Vicky Krieps.
Lo peor: Aunque sea una cuestión de tono y de ritmo, es posible que haya a quien le cueste entrar en la película y no lo consiga.