Mi cuenta
    La monja
    Críticas
    3,5
    Buena
    La monja

    Interior de un convento

    por Marcos Gandía

    A veces tengo la sensación de que nos hemos vuelto todos muy exquisitos (iba a decir pijos, pero no sé, igual alguien se ofende) en lo que al cine comercial y de género de toda la vida se refiere. Viene a cuento porque quien esto escribe ya se cabreó cuando se estrenaron las derivaciones de Annabelle, y vio estupefacto cómo fueron recibidas con abucheos y con ese desprecio del que acostumbran a hacer gala los cachorros del talibanismo crítico, ignorantes peligrosos que piensan que el canon de los sustos y el espeluzne es el de la filmografía coreana u oriental del siglo XXI en adelante. El verdadero amante del terror, ese a quien se dirige directamente, con la honestidad y la complicidad de los verdaderamente entendidos, este enésimo exploit de la franquicia Expediente Warren: The Conjuring, es consciente de lo que va a ver, y es todavía más consciente de que detrás de una sucesión de lugares comunes y tópicos hay esa otra película, la que realmente interesa, la que apela directamente al fan, la que emite en una frecuencia fan y que si eres capaz de sintonizarla, entonces te va a dar igual que la historia te suene a un refrito mil veces visto, que los sustos estén tan telegrafiados como esperas de ellos (muevo la cámara a la derecha, vuelvo a la izquierda y ya tengo la presencia –o la ausencia- del elemento perturbador que toque) o que sepas desde el minuto uno cómo va a terminar todo.

    La monja, viaje a ese demoníaco ser en hábitos que iba apareciendo de tanto en tanto en las aventuras pulp parapsicológicas de la saga Expediente Warren y parientes cercanas, sigue al pie de la letra el manual del espeluzne de todo este tren de la bruja con James Wan como maquinista (y qué mejor homenaje al cine tren de la bruja, al de barraca de feria, que una cita directa a la madre de todo este paraíso para incondicionales nada avinagrados: Phantasma), pero de una manera que se aparta de todo lo visto hasta ahora. La monja asume sin prejuicios el 'look' de una producción Hammer. Su decorado único, ese convento-castillo con criptas, catacumbas, cementerio envuelto en brumas e imaginería gótico-católica remite sin vergüenza a los Drácula con Christopher Lee (y ese plano de las sores boca abajo desangrándose es totalmente de Drácula, príncipe de las tinieblas), y toda la Rumanía de 1952 parece más de 1892.

    La película prescinde de lo que el prólogo, el epílogo y la campaña publicitaria nos quieren vender (su conexión a una franquicia) y se refugia en un irreal y minimalista mundo que es el de ese set artificial, el de sus apariciones malrrolleras, el de la lucha entre el Mal y el Bien y el de la sabida imposibilidad de encerrar al demonio. La monja no necesita ni siquiera una línea dramática, porque en el fondo lo que es no se parece a eso, sino a un catálogo de sensaciones cinéfilas del género terrorífico, sea la Hammer, los exploits italianos de El Exorcista, las citas directas a las pesadillas de Lucio Fulci (el enterramiento en vivo del personaje de Demián Bichir), el fantaterror español setentero y la saga Amityville.

    Ante algo así, tan libre y tan pensado para llegar al subconsciente de los amantes de espantos que surgen de la tumba, lógico que estas nuevas generaciones que protestan por todo se enfaden y desbarren. Allá ellos.

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