En la ciudad de las almas perdidas
por Carlos LosillaCon todo lo que se ha escrito -pongamos que en las últimas tres décadas- sobre la influencia del cómic en el cine contemporáneo podrían llenarse hasta el techo varias de las mansiones en las que seguramente debe vivir ahora una buena parte de los ejecutivos de Marvel. Y sin embargo, uno ve una película como Tokyo Ghoul y se pregunta muchas cosas al respecto. Por ejemplo, ¿no será que cuando se trata directamente de adaptar una novela gráfica -en este caso un manga- ese influjo se diluye? ¿Y no será que buena parte de las energías liberadas fluyen hacia el pasado del cine, que se convierte entonces en el verdadero referente? Pues Tokyo Ghoul tiene más de epopeya adolescente posmoderna al estilo hollywoodiense que de cómic nipón reconvertido en formato cinematográfico. Y, a la vez, transforma todo eso en un mecanismo narrativo de especial densidad -por mucho que la desproveche-, que despliega temas convertidos ya en clásicos por una cierta cultura popular.
Basado en el manga de Sui Ishida, y también en el anime posterior, Tokyo Ghoul imagina la capital japonesa llena de misteriosos “demonios”, seres aparentemente humanos que esconden una naturaleza destructiva y aberrante. Sin embargo, también sufren, como todo monstruo que se precie en la tradición del 'fantastique'. Y, por supuesto, se ven obligados a enfrentarse a representantes de la ley insensibles y corruptos, que solo buscan su aniquilación a cualquier precio. Hasta aquí bien. Hasta aquí Kentarô Hagiwara –el director, en su segundo largo tras Anibâsârî (2016)— parece intuir cuestiones interesantes, incluso apasionantes, que podrían ir desde la melancolía de esos seres perdidos en la gran ciudad hasta su posible redención por el amor, una cuestión que en el film se canaliza hacia las relaciones sentimentales, pero también filiales. Sin embargo, la presencia de un joven y sus neurosis amorosas -ya desde el significativo prólogo- dispara una catarata de relaciones, de personajes y de subtramas, que no se resuelven por otros medios que no sean un montón de escenas de combate significativamente orientadas hacia su componente más 'gore'.
Se trata de escenas largas, muy largas, que arramblan con cualquier matiz reflexivo y lo envían directamente a la basura: Tokyo Ghoul parece perfilarse, en un principio, como un relato capaz de profundizar en la relatividad del bien y el mal incluso en ese mundo de inspiración inequívocamente 'millenial' que dibuja torpemente, pero poco a poco se va adentrando en un agujero negro en el que solo existen criaturas de ojos llameantes y largos tentáculos asesinos y policías despreciables, caricaturizados hasta extremos delirantes. En cambio, este crítico prefiere los momentos en que la película se inclina hacia una visión inquietante y misteriosa de la transmisión familiar, en personajes de padres e hijos, o madres e hijas, que se intercambian saberes y secretos, y que conservan ese legado no importa cómo, no importa si recurriendo a la marginación y el aislamiento de un mundo cada vez más cruelmente maniqueo. Lástima que esos instantes fugaces se pierdan en un torbellino audiovisual que no aporta ni una sola innovación, ni un solo apunte transgresor. Pues, de haberse desarrollado, hubieran podido reconducir Tokyo Ghoul hacia un cierto debate sobre la cultura japonesa, tal como se expresaba por ejemplo en las películas de Yasujiro Ozu. Después de todo, se trata de Japón, ¿no?
A favor: Su condición de relato épico popular, que a veces apunta cuestiones interesantes.
En contra: Es demasiado larga, en parte por culpa de escenas de acción igualmente interminables que, más que sucederse, se amontonan.