El amanecer de la chavalería
por Alberto CoronaUna de las características más interesantes que ha ido afianzando el género literario del young adult supone, en combinación con sus reiterados coqueteos con la ciencia ficción distópica, aquélla que radica en la total desconfianza hacia el mundo adulto. Ya existente en su obra matriz, El guardián entre el centeno (1945), y cultivada muy tangencialmente con la serie de adaptaciones que acabó confirmando la rentabilidad que éstas podían llegar a acoger en su traslado al cine —hablamos, cómo no, de Harry Potter—, el desdén con el que se contempla que los hombres blancos heterosexuales puedan arreglar un mundo arrasado, la mayor parte de veces por ellos mismos y su recalcitrante egoísmo, no podría ser más pertinente en una industria que cada vez acusa más el hastío alcanzado tras haber sido conducida, durante demasiado tiempo, por precisamente estos mismos hombres blancos heterosexuales. El young adult, cultivado en gran parte por escritoras, consumido en masa por adolescentes, es el artilugio idóneo para que Hollywood empiece a dejar atrás la sombra de Harvey Weinstein, y sólo por eso todos deberíamos respetarlo. Incluso cuando películas como Mentes poderosas den cuenta de los nefastos resultados a los que puede conducir el estancamiento de la fórmula.
Al igual que en muchas de las obras clave suscritas a este género, esta adaptación de
las novelas de Alexandra Bracken cuenta con una protagonista femenina que además en este caso tiene ascendencia afroamericana y lidera un grupo de héroes multirracial frente a un Estado totalitario representado por Bradley Whitford —entre esto y sus apariciones en Déjame salir y El cuento de la criada, epítome de tío blanco cabrón— y su hijo rubio de brillantes ojos azules. En el argumento también se citan exterminios de niños, campos de concentración a los que éstos son llevados en espera de utilizar sus dotes para el fortalecimiento del sistema, y una ambientación postapocalíptica con varios bandos enfrentados por objetivos diferentes. Lo que se dice, vaya, un escenario muy interesante y, como atestiguan libros de adaptaciones cinematográficas mucho más afortunadas como Los juegos del hambre o El corredor del laberinto, puramente young adult. Hasta resulta que los niños tienen poderes telepáticos, con una intensidad categorizada por colores que conduce a cierta clase de discriminaciones de lo más jugosas para el guión.
Sin embargo, la tónica general de la película de Jennifer Yuh Nelson es la de desaprovechar todo cuanto de atractivo pueda latir en su argumento, para a continuación moldearlo y convertirlo en algo sumamente aburrido. El prólogo, donde se dan cita tanto la muerte de millones de niños alrededor del mundo, como una niña siendo olvidada por sus padres —curioso el vínculo con la escena inicial de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte—, como su posterior reclusión en uno de los campos de prisioneros antes citados, echa por tierra cualquier posibilidad dramática al apoyarse en un montaje atropellado y una hipertrofia narrativa que, curiosamente, acabarán echándose de menos en el lánguido resto del relato. Conducido con una puesta en escena sumamente plana, el metraje de Mentes poderosas se arrastra con desidia por los lugares más previsibles que uno alcance a imaginar, proveyendo de un constante déja vu a Un pliegue en el tiempo, otro de los pasatiempos young adult más catastróficos de la historia reciente. Hay que decir no obstante que al menos la película de Ava DuVernay proveía de pequeños, ínfimos placeres gracias a su visceral apuesta por la bizarrada; en Mentes poderosas, por el contrario, lo más bizarro que sucede es que se vuelva a desaprovechar flagrantemente a Gwendoline Christie, y con el agravante de que esta vez su personaje es una cazadora de recompensas llamada Lady Jane. Si es que a quién se le ocurre.
Los escasos momentos en que el film parece hacer justicia a su género, y dar muestras de que realmente le importa que su público objetivo pase un buen rato, acaban siendo los correspondientes a su dimensión más melodramática, cuando Ruby —una Amandla Stehlberg que lo hace francamente bien— ha de debatirse con sus sentimientos hacia el tío simpatiquete de turno, incurriendo gozosamente en todos los diálogos sonrojantes que les sea posible mientras la música indie de barateo irrumpe con fuerza. Es bastante poco con lo que jugar, en cualquier caso, y no atina a dignificar una mediocridad militante que muy probablemente vaya a motivar los condescendientes “para los chavales está bien” ya habituales en cierta prensa especializada. Pero no, chavales, esto no está bien. Os merecéis bastante más, y por suerte para todos, dado que el young adult más combativo está aquí para quedarse, es muy probable que lo tengáis en el futuro. Pese a quien pese.