El pasado que vuelve
por Carlos LosillaInés está esperando un hijo, pero sobre todo está obsesionada por la figura de su padre, desaparecido durante la dictadura militar que asoló Argentina desde 1976. A partir de este sencillísimo argumento, La idea de un lago podría haber sido un melodrama lacrimógeno, un sermón nostálgico e incluso una perorata reivindicativa. En lugar de todo eso, sin embargo, este segundo largometraje de Milagros Mumenthaler opta por lanzarse al vacío conservando a la vez un frágil equilibrio, como esa imagen memorable de un Renault 4 evolucionando a su antojo sobre las aguas de un plácido lago. Es el lago de la infancia, por supuesto, el de los recuerdos que todos conservamos de ese tiempo y el de una memoria hecha mito, pero en esta película delicada y sensible, implacable y contundente, apenas hay lugar para la felicidad. Al contrario, la niñez es un universo marcado por la ausencia, del mismo modo que hacerse adulto significa acumular una herida tras otra: ese niño que va a nacer lo hará a partir de dos padres que ya se han separado, de la misma manera que la madre de Inés ha pasado las últimas décadas de su existencia en soledad, quizá demasiado pendiente de dos hijos cuya vida tampoco va demasiado bien.
Tras la excelente Abrir puertas y ventanas (2011), que observaba el universo de la feminidad desde una perspectiva a la vez cómplice y distanciada, Mumenthaler aborda La idea de un lago con la misma intención conceptual que se agazapa tras su título. El pasado y el presente se mezclan sin solución de continuidad, convocados por una narración errática que no sigue otro camino que el de la libre asociación de imágenes. No hay flashbacks propiamente dichos, pues no se sabe si la película está contada desde los veraneos infantiles en el sur o desde un presente opaco en un Buenos Aires lluvioso y gris. Todo se mezcla y el relato pasa de una cosa a otra con una fluidez que evita cualquier dramatismo inútil, aunque por otro lado sin rehuir los momentos más emotivos. Parece que la trama quiera centrarse en el cisma familiar que provoca la firme decisión de Inés acerca de conocer el destino de su padre, y sin embargo una de las escenas culminantes de la película está íntegramente dedicada a recrear cierto juego nocturno en el bosque, en ese momento de la infancia en que las luces de las linternas pueden crear sombras que se conviertan en una obsesión para siempre. Y el realismo aparente de la puesta en escena, de una extraordinaria limpidez, acaba quebrándose en instantes de pura ensoñación, allá donde la subjetividad toma el control del film y desbordantes imágenes oníricas se instalan en medio de una narrativa hasta entonces estrictamente naturalista: en una noche de insomnio, Inés sale de la cama para contemplar una cena de adultos y termina reencontrándose con su padre, que canta una canción de cuna a un bebé que no puede ser otro que ella misma.
Esta visión espectral del pasado, que se confirma poco a poco como otra dimensión del presente, una especie de mundo paralelo con el que acabamos conviviendo sin remedio, convierte la película de Mumenthaler en un objeto frágil y quebradizo, siempre al borde de la ruptura consigo mismo, pero también le otorga una energía interior que impide cualquier tipo de debilidad, de sentimentalismo fácil o de suspense superficial. Hacía tiempo que no veía una película tan emocionante, de esas que nos sitúan constantemente al borde de las lágrimas, pero no por los giros del argumento, ni porque los personajes estén mendigando constantemente nuestra identificación. Al contrario, si La idea de un lago es puro cine, de ese que extrae su verdad únicamente de las imágenes y su tratamiento, es porque Mumenthaler construye cada escena sin preocuparse de la siguiente, ni tampoco de la anterior, y aun así consigue materializar un mundo propio que fluye con la naturalidad y la despreocupación con que fluyen los pensamientos. Pues la idea de ese lago, el lago de todas las infancias, no habita en ningún otro lugar que no sea el propio cine, entre el pasado y el presente, entre lo que pensamos que fuimos de niños y lo que creemos ser de adultos: un lugar sin nombre que apenas podemos recrear, solo a veces, a partir de una fotografía del padre que en realidad nunca estuvo ahí.
A favor: Una libertad poética que no se detiene ante nada.
En contra: Los momentos más atrevidos pueden ser vistos como chirriantes, si no se observan adecuadamente.