De la realidad al mito
por Carlos LosillaCon una larga trayectoria como ayudante de dirección en el cine argentino e italiano, Emiliano Torres debuta en el largometraje con El invierno, una película que transforma poco a poco su condición abrupta en una indefinible emoción. Torres ha trabajado con Albertina Carri, Emanuele Crialese o Marco Bechis, entre otros cineastas notables, lo cual hacía presagiar el estilo bronco y desnudo de su ópera prima, incluso el dibujo de sus personajes, siempre en el límite de algo, esperando algo, intentando olvidar algo. Pero también había prestado sus servicios en películas de realizadores mucho menos personales, de Marcos Carnevale a Daniel Burman, circunstancia que desmiente la anterior y caracteriza a Torres como un técnico solvente, también polivalente, cuyo debut solo le pertenece a él: El invierno acoge muchas de las características de un cierto “nuevo” cine argentino, contemplativo y distante, pero igualmente intenta construir un relato más tradicional, cuya estructura –y ahí reside, quizá, su rasgo más personal— se enhebra y desenhebra a medida que avanza, interrumpiéndose constantemente a sí misma pero a la vez trazando un hilo dramático que culmina donde empezó, en un círculo perfecto.
La película empieza con un grupo de trabajadores que llega a una hacienda de la Patagonia, dedicada a pastorear y esquilar ovejas. Ahí les espera el viejo guarda de la finca, también capataz, un solitario del que no sabemos nada y cuya única dedicación, a partir de ese momento, será observar a un muchacho igualmente callado y lacónico, que se convierte en un misterio para él y para el espectador. ¿Vamos a asistir a un western patagónico, la crónica de un aprendizaje, de una relación entre el vaquero veterano que se despide del mundo y el joven que se inicia en él? ¿O se tratará de una relación de enfrentamiento entre ambos, decididos a marcar su territorio hasta el final? Nada de eso. A los treinta y pocos minutos de película, el patrón decide que el viejo es demasiado viejo y prescinde de él, momento a partir del cual empezamos a seguirlo en su periplo, en busca de una hija a la que apenas conoce, para luego regresar al muchacho, que resulta que también tiene familia, con la que pasará la navidad en la hacienda. El reencuentro entre ambos personajes, finalmente, dará lugar a una parte final a la vez inesperada y producto de un destino inmisericorde, que parece inspirada en algún cuento de Borges.
Pues la emoción que destila El invierno, de la que antes les hablaba, no procede del discurrir de los hechos, ni siquiera del carácter misterioso de los personajes, sino del modo en que se entrecruzan su peculiar narrativa y los ecos que despierta. Por una parte, todo parece contado a través de un naturalismo seco y polvoriento, despojado de cualquier barniz psicológico, atendiendo únicamente al modo en que los personajes se mueven, se miran, miden sus fuerzas en silencio. Por otra, esa gestualidad, así como el paisaje agreste que la alberga, se transforma lentamente en una narración de resonancias épicas, como si algo así como un hálito mítico llegara al centro del drama para instalarse y convertir a esos pobres tipos en protagonistas de una leyenda destinada a narrarse de generación en generación, quizá al calor del fuego de esa misma hacienda, en otro invierno lejano, o en los hogares de la gran ciudad, tras una jornada de celebración familiar.
Torres da muestras de un cierto mimetismo respecto a un determinado cine argentino que tendría su epicentro en Lisandro Alonso, pero a la vez su pulso es personal, mezcla una feroz habilidad guionística con una minuciosa sensibilidad a la hora de describir ambientes silenciosos y tensos. Y ahí está lo que más me seduce de El invierno, pues si últimamente el mejor cine que veo es aquel que serpentea por los meandros de un relato imperfecto pero sorprendente, al tiempo que es capaz de dejarlo en suspensión para demostrar su imposibilidad como tal, la película de Emiliano Torres logra inscribirse en ese territorio para narrar dos vidas que finalmente acaban siendo la misma, un paisaje que absorbe a sus habitantes hasta hacerse uno con ellos y con sus actos, un universo intemporal del que parten innumerable senderos que se bifurcan para regresar siempre al mismo lugar. El invierno nunca acaba.
A favor: su callada emoción, que en el fondo surge de un relato sinuoso, de estructura diabólica.
En contra: a veces quiere ser demasiado sobria y elíptica, lo cual va un poco en contra de su propia naturaleza.