Un mundo amoral
por Israel ParedesRoman J. Israel, Esq., segundo largometraje de Dan Gilroy tras Nightcrawler, se presenta, por un lado, como el estudio de un personaje –como en gran medida también lo era aquella-; por otro lado, como una mirada crítica hacia el sistema judicial norteamericano en un mundo amoral –como también sucedía en otros sentidos muy diferentes en su anterior película- en el que un hombre, Roman J. Israel (Denzel Washington), no es capaz de encontrar de nuevo un lugar para luchar contra las injusticias y proseguir con su ideario revolucionario, algo que conduce hacia una traición personal a sus creencias para lograr su ascenso social y profesional.
Roman J. Israel trabaja a la sombra de su mentor en un bufete de abogados que se dedica a defender casos basados en los derechos civiles. Todo cambia cuando un ataque al corazón de su mentor deja a Roman sin trabajo; por mucho que busca poder seguir ejerciendo bajo los parámetros de su idealismo y vocación, deberá aceptar entrar en el bufete de George Pierce (Colin Farrel), un mundo totalmente diferente al que conoce y que entiende la abogacía de una manera completamente distinta bajo los designios del mercado. A la par entablará amistad con Maya (Carmen Ejogo), voluntaria que lucha por los derechos y la igualdad y a través de la cual Roman descubrirá que su compromiso y su lucha, paradójicamente, se da de bruces con la realidad actual.
A diferencia de Nightcrawler, donde la amoralidad de nuestro tiempo venía mostrada desde una distancia crítica que enfatizaba visualmente ese contexto mediante sus imágenes, en Roman J. Israel, Esq Gilroy ha intentado algo mucho más convencional, solo en apariencia, pero sin abandonar en ningún momento una mirada personal y muy particular que tan solo en su tramo final naufraga por caer en un subrayado y en un énfasis discursivo innecesario (así como discutible en algunos planteamientos). Gilroy, con ayuda de una muy buena composición de personaje por parte de Washington, se ocupa durante la primera mitad del metraje, de ir desarrollando a un Roman, un hombre extraño, fuera de época, que se verá abocado a tomar una decisión ilegal a cambio de dinero que, a la sazón, supondrá su perdición. La idea es situar al abogado, que en su pasado fue toda una figura en la lucha por los derechos civiles y que, a través de su trabajo durante años, ha seguido siéndolo mediante la abogacía, en un punto de inflexión vital y profesional. Así, cuando debe de enfrentarse a la realidad, se encuentra con un mundo que ha cambiado, cínico y amoral, en el que incluso quienes, como él, luchan por el cambio no comprenden sus posturas. Roman observa y comprende lo real desde un idealismo que parece no tener cabida en nuestro presente.
Gilroy despliega perfectamente una mirada directa, tan pesimista como ambigua, hacia la imposibilidad de un cambio real, de una lucha con repercusión. Su capacidad para retratar visualmente el contexto e introducir a los personajes en él resulta magnífica mediante un formalismo que se traduce en la construcción de unos planos cerrados, muy bien elaborados, en los que la realidad se transforma –siguiendo la mirada de Roman- en algo tan tangible como irreal debido a su incomprensión de aquello que le rodea. Gilroy transmite un contexto frío en el que aquello que se sitúa en el fondo posee tanta, o más, relevancia que aquello que vemos en primer plano. En este sentido, el trabajo visual de Gilroy es tan cuidado como asombroso a la hora de perfilar un territorio cinematográfico geométrico pero a su vez caótico, elegante en su construcción pero sucio en su interior.
Pero hay en Roman J. Israel, Esq un cierto sentido de ‘cine de tesis’ que no ahoga del todo los grandes logros de la película, pero sí ocasiona que finalmente sea en cierto modo fallida en sus intentos. Porque opta por una resolución basada en un (auto) perdón por parte de Roman que tiene algo de ejemplificador, de redención de una culpa surgida por un error puntual que, sin embargo, trastoca la vida de Roman y conduce al personaje a la perdición. El contrapunto se encuentra en el personaje de George, quien a través de su admiración hacia Roman, acabará no solo por entender su excentricidad, también variar en su forma de desarrollar la abogacía. Recurso algo vago, aunque comprensible, que Gilroy, en varios aspectos, usa para indicar dónde, quizá, se encuentre la manera de cambiar las cosas de manera real en el presente. En cualquier caso, el carácter apresurado de la resolución –y eso que presenta una de las mejores secuencias de la película- contraviene el medido ritmo que Gilroy se ha tomado para ir desarrollando el resto de la historia, atento, como decíamos, a las imágenes como elementos narrativos a pesar de un guion sólido y lleno de diálogos. Roman J. Israel, Esq., posiblemente tenga algo fallido en términos generales, pero reafirma que Gilroy es un cineasta de gran interés en cuanto a su búsqueda de la imagen como vehículo narrativo y para crear a través de ellas un contexto amplio a partir del cual desplegar una mirada crítica hacia nuestra realidad.
A favor: Washington, a pesar de cierta afectación. La dirección de Gilroy, llena de sentido en cada plano, con la ayuda de Robert Elswit en la dirección de fotografía.
En contra: Todo el tramo final que conduce a la película a una obviedad que resulta muy molesta teniendo en cuenta todo lo anteriormente expuesto.