Don Juan en los infiernos
por Marcos GandíaSu ordalía (cómo no) orgiástica de bacanales, fiestas politóxicas, recitales de canciones napolitanas, polvos mediterráneos, discodance hortera y decadencia romana a ritmo de nuestro Aserejé, convierten al nuevo trabajo del siempre polémico Paolo Sorrentino en una prorrogación de su descriptivamente abstracta crónica de la caída del imperio, de la caída en un abismo de autoindulgente y contemplativo dolce fare niente de toda la sociedad italiana actual, de Italia misma. Era la figura de Silvio Berlusconi la ideal para que el voyeur de la pereza de las ideologías e intelectualidades de su país (quizás de Europa en su asimismo decadente totalidad), ese Sorrentino discípulo/heredero descreído y rabiosamente, estudiadamente artificioso de Federico Fellini, buscara un icono del fin de los días, un césar, un emperador que ejemplificara ese discurso que el director abrió con La gran belleza y que prosiguió con un en apariencia verso pitopáusico suelto como fue La juventud, en realidad una visita al balneario/cementerio de elefantes de esa izquierda anestesiada o suicidada que es la que en Silvio (y los otros) mira sin hacer nada cómo la nación se va al garete. Sin embargo, como el título original de los dos largometrajes originales (en España y fuera de Italia se estrena un montaje único de cerca de dos horas y media... que ha perdido una hora en la operación) reza, y como deja ver el y los otros del español, a Paolo
Sorrentino no le preocupa ese viejo y decrépito Tiberio consumido por sus implantes capilares, su nostalgia de ser presidente de la República y un vigor sexual perdido, sino los otros. Los otros son no únicamente las garrapatas y trepas que buscan la sombra de Berlusconi para fabricarse un espejismo de lugar en el sol. Los otros son esa caterva de políticos, da igual su ideología o programa, que se apuñalan, se chantajean y se escupen mientras follan tratando de suceder a Il cavaliere pero no de regenerar la nación.
Sorrentino, todo lo excesivo, hortera (tienes que serlo al referirte a un reino de plexiglás surgido de la telebasura) y operístico que la ocasión (el funeral napolitano) merece, ataca sin piedad a esa corte de abortos y monstruos cobistas. Los retrata como cadáveres incapaces de reconocer su condición de muertos, de cuerpos corruptos, de esas figuras de ceniza de Pompeya tras la erupción volcánica. Un volcán precisamente posee Silvio (¿he mencionado ya lo extraordinario que está Toni Servillo en ese rol?) en el inmenso jardín de su finca desde la que espía cual voyeur a esos parásitos que buscan su favor. El favor de Sorrentino es para ese Casanova amojamado, para ese magnate que sigue creyendo que los pecados y las debilidades humanas están por encima de la honestidad.
Silvio (y los otros) se posiciona, entre la simpatía y la compasión, por el diablo. Ataca a quienes se dejan engañar, salvando de la quema a ese patético hombrecillo de comedieta napolitana. A ese ridículo fantoche que parece comprender, más que las izquierdas o que los políticos intachables, a la gente normal. Ese ambiguo final entre las ruinas de L'Aquila, esa dentadura postiza en una postiza casa prefabricada en una new town, humaniza al personaje.
Los detractores de Paolo Sorrentino y de su cine lo tienen esta vez muy fácil para ir a degüello a por él: el uso del sexo y de la mujer, el componente ideológico, la figura anatemizada misma de Silvio Berlusconi, la arbitrariedad grandilocuente y de castillo de fuegos pirotécnicos en su uso de imágenes y secuencias...
Tal vez Sorrentino lo haya hecho a posta y sus otros sean quienes queden en entredicho. En el interín, nos deja una película excepcional. Mucho más si se hubiera estrenado tal como fue concebida.