Dos notas sobre Roma (2018
He de reconocer que, tras la primera vez que acabé de ver Roma, no se despertó en mí la más mínima fascinación. En cierto sentido, se me instaló en la cabeza una sensación tan peculiar como universal, a saber, aquella que reconoce la extrañeza de sentir que no se comprende lo que resulta tan evidente para los demás. Tras Y tu mamá también y Children of Men, ¿de verdad estamos ante la magnum opus de Cuarón? Aunque no suscribo en su totalidad las palabras de Žižek, comparto su incredulidad, su malestar. Por supuesto que algo no huele bien, pero es evidente que carezco del genio del esloveno para aventurar un diagnóstico.
No obstante, habría de ser muy insulso para no admitir que el filme no es producto audiovisual cualquiera. La cuestión radica en desentrañar la forma del argumento para así someter a examen su supuesta cohesión estructural que recoge aplausos y premios a granel. Este no es, sin embargo, el propósito del presente escrito. Me interesa, sucintamente, discurrir sobre dos secuencias de la película que, al menos en una primera ocasión, aplacaron todas las resistencias de las que conscientemente me había armado para defenderme contra la realización. No puedo menos que aceptar que el filme de Cuarón es una joya de la fotografía, el montaje y la producción audiovisual en blanco y negro. Sobre esos aspectos, tengo poco que agregar.
Por otra parte, es posible, también, que se trate de la mejor película no-documental jamás realizada sobre la década de los setentas en la historia del cine mexicano (dirigida y actuada por mexicanos, al menos). No dudo que puede uno extenderse sobre las consideraciones sociohistóricas que se presentan sobre la pantalla: de la representación de la violencia en el contexto que sucedió a la masacre de Tlatelolco en 1968, especialmente encarnizada en el seno de la Ciudad de México, hasta la delicada puesta en escena de algunos de los entresijos de su repercusión sobre estamentos enteros de la sociedad mexicana. Se nos ofrece, a manos llenas, la posibilidad de colegir la espiritualidad precolombina con una instrucción paramilitar que, aunque orquestada por fuerzas extranjeras, es canalizada a través de un personaje local (Latin Lover), capaz de "ritualizar", cuál sumo sacerdote mixteco, una capacitación grupal que persigue fines represivos y, a todas luces, antidemocráticos. Anclado en el pasado de su ciudad natal, Cuarón reelabora con su impronta la estética de las contrariedades fundantes latinoamericanas, nos recuerda nuestros propios fantasmas. Pero como señalé anteriormente, esta no pretende ser reseña de la película en su totalidad, sino más bien poner el acento en un par de secuencias particularmente sugestivas que, a mi entender, merecen una especial consideración.
El resquebrajamiento de la fuente
Vemos a Cleo y a su patrona, la Sra. Teresa, llegar a una mueblería de cierto prestigio a comprar una cuna para el bebé que viene en camino (92’13”). Ya desde su arribo a la zona que circunda el establecimiento, se nos ofrecen algunos avistamientos sobre la convulsión política y emocional que se percibe en el ambiente. Los gritos civiles y el sobrevuelo del ave rapaz. La enervación de las masas anunciando el advenimiento.
Desde las instalaciones del local (sobre el Instituto Harper), supuestamente resguardados de la conflagración salvaje que se desenvuelve allá abajo en las calles, somos testigos de una escalada de la violencia que asciende a límites insospechados. Pero, ¿insospechados para quiénes? Para los ingenuos que desconocen que la sangre inocente que se derrama a vista y paciencia de los indiferentes, suele desperdigarse por doquier y acaba empapándonos a todos. La cámara de Cuarón es notable e incisiva en toda la secuencia, demarcando —con un paneo acucioso— que nuestros personajes se encuentran dentro de los límites seguros de la tienda. Aquello que pasa fuera, aunque altera los nervios, no puede repercutir en nosotros directamente. La violencia y la represión se observan a través de una ventana, estructura material limítrofe que difumina lo que sabemos existe más allá pero que se encubre dentro de una cierta naturaleza liminal. De repente, aquella supuesta protección infranqueable se resquebraja. Cuatro hombres armados ingresan a nuestra mueblería persiguiendo a una pareja que huye desesperada. Cuarón, de buenas a primeras, se sabe reacio a identificar sus facciones y se limita a hacernos partícipes, como si fuéramos Cleo o la Sra. Teresa, de aquella violencia que ha perdido contención de clase. El joven pretendido es asesinado a sangre fría mientras su acompañante, se ahoga entre lágrimas y gritos de desesperación.
Pero el director mexicano se ha guardado el golpe de gracia. Un travelling de profundidad de alejamiento nos demuestra que, en nuestro punto de vista, justo donde nos encontrábamos detenidos observando aterrados el suceso, ha estado siempre nuestra heroina, Cleo. Ahora, esta se encuentra como objetivo de mira, bala en boca, por el cuarto y último hombre que irrumpió en la mueblería. Luce una camisa que reza en letras grandes: AMOR ES. Nos resulta conocido. Es el padre del hijo que Cleo espera y quien, mediante amenazas, ha decidido abandonarlos para siempre. Fermín, con ojos desorbitados, se debate a muerte con la seductora posibilidad de acabar con aquel fardo enorme que le carcome la consciencia. La señora patrona, a punto del colapso nervioso, cierra los ojos ante la inminencia del desenlace irremediable, desconociendo absolutamente las razones de aquel encuentro angustioso. La liquidez de los planos de existencia, parafraseando a del Toro. Fermín huye desencajado, muerto en vida, víctima de sí mismo. Se ha mutilado la paternidad. Preciosa muestra de las masculinidades latinoamericanas (¿solo latinoamericanas?).
El largometraje, antes de ponernos en esta situación crítica, había hecho gala de todos los presagios posibles. Es, de lejos, un desfile de símbolos que Cuarón, como escritor y director prodigioso, supo incorporar a la composición de cada encuadre. Alejados del primer plano se manifiestan los augurios en representación del ciclo completo de la reproducción fallida: la cópula de los gansos en la Hacienda (59’20”), la jarra quebrada en la fiesta de fin de año de los criados (61’03”), el sismo de 1970 y los escombros sobre las incubadoras del hospital (51’10”), el coche de bebé en medio del incendio forestal (63’10”). El desenlace se regodeó siempre delante de nuestra narices.
La respuesta de Cleo a una situación que supera los límites de la cordura no podía ser otra que una manifestación corpórea de la desesperación. La sintomatología de una enfermedad mortal. Es bien sabido que es la naturaleza la que siempre se impone cuando la psique desfallece. La fuente se ha reventado y el hijo de Cleo y del terrorista halcón, ha optado por la fatalidad en medio de una vorágine de tal envergadura. Lo ha matado su padre con una bala que no se atrevió a disparar. Lo ha matado su madre por quedarse sin habla. Lo ha matado México que les condenó a ambos a tales circunstancias. En un mundo sin justicia, solo restan médicos sin rostro que anuncian la muerte de los recién nacidos. Recuérdese el célebre estribillo de Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote.
Clávame en una cruz de sal
Respecto a los méritos audiovisuales, poéticos y filosóficos de aquel reflejo del agua sobre un piso que se lava sin detenerse, sobre el jabón y la espuma que oscila como el mar, sobre las contrariedades de aviones que surcan los cielos y la mierda de los perros que se ha impregnado en su superficie, ya muchos han escrito suficiente, y con más propiedad que yo. No obstante, siguiendo la lógica exfoliante que sobreviene con el vaivén del agua, en el epílogo de la película, Cuarón hace las delicias de un público sediento de la más desbordante de las poéticas cinematográficas. Tenemos una playa, Tuxpam, prácticamente desierta, en el Estado de Veracruz. Nótese de nuevo la intencionalidad capciosa del autor. Nuestra Cleo, asiste al encuentro con una historia universal que, ante su ceguera ideológica, es capaz de hacer propia. El contacto en el siglo XXI. La muerte de nuestros hijos y la salvaguarda de los hijos de los otros. Son los hijos de los hombres quienes nos recuerdan el grillete del que todos somos víctimas.
Spike Lee reconocía a Cuarón la estupefacción maravillada que sintió al observar en pantalla el travelling lateral que persigue la carrera de una Cleo que no sabe nadar (118’14”). El mexicano rememoró las complicaciones técnicas que hubo de sortear para llevar la cámara hasta el mar, donde ya se ahogaban los hijos de la Sra. Sofía. Recuerda que hasta debió improvisarse un muelle en medio de una tormenta tropical que, al final, resulta cosa menor ante el impacto emotivo de aquel acto de despojo y amor universal (o, para Žižek, la más pérfida de las alienaciones). Los niños, como todos los niños, hacen oídos sordos a las demandas de la autoridad. Si saltan y gritan en un templo católico en medio de unas celebraciones fúnebres concurridas, ¿sorprende que decidieran meterse al mar más allá de lo permitido? El asunto estriba en que una corriente de resaca los empuja hacia adentro, hasta el punto en que empieza a dificultarse su apoyo en el fondo marino. Cleo, quien vigilaba al niño más pequeño que ha debido quedarse en la playa, les grita en reiteradas ocasiones que salgan a la orilla, hasta que debe correr atribulada a su auxilio.
La cámara de Cuarón le sigue los pasos en una coreografía visual de un exquisito talante visceral. Cleo ha sacrificado sus demonios hidrofóbicos en función de un objetivo ulterior (enajenada o no). La consecución de una salvación de último minuto más en la historia del cine, no restringe sus alcances hasta lo que dicta el libreto convencional, sino que se potencia con la coronación del entrelazamiento fraterno (aunque frágil) de una familia, que parece reconocerse en sus propias diferencias. Cleo ha vuelto a nacer, redimida y bautizada por el agua salina de la Costa atlántica mexicana, y no puede menos que admitir los pecados que atosigan su consciencia para poder consumar efectivamente su emancipación. Ella nunca quiso a la bebé que llevó en su vientre. Sus lágrimas parecen ser símbolo de una pérdida que trasciende la vida de aquel pequeño cuerpo exánime y deviene aseveración positiva de la subyugación estructural de un cuerpo y una consciencia femenina. La desintegración de la maternidad de Cleo es redundancia de una certeza ubicua que asalta todo lo que se pretenda inmutable: incluso el seno de una familia pudiente (pero que no lo puede todo).
Para otra oportunidad, o para una mente más acuciosa y aguda, restan en efecto dos grandes componentes temáticos que el filme aborda con cierta timidez: por un lado (la fijación de Žižek), el tipo de sensibilidad exhibido en el tratamiento de la cuestión de clase y la enajenación de los explotados, para lo que ni siquiera se requiere exégesis alguna, ya que puede identificarse directamente en los diálogos de la película; verbigracia, cuando la familia de Cleo es despojada por el gobierno local de sus territorios (89’34”), cuando la sirvienta de la hacienda se queja de los del pueblo que se la pasan jodiendo a Don José, su patrón acaudalado, por los asuntos de los terrenos (54’40”), o, la más desgarradora, justo al inicio de la obra (12’27”), cuando Cleo reconoce que le gusta eso de estar muerta, ya que solo muerta puede detenerse y dejar de trabajar. Por otro lado, queda la conducción atenta de Cuarón que logra articular una delicada dialéctica existencial, que no pasa por la lucha de clases, sino por la humilde aceptación de las derrotas y los vacíos que se ensanchan conforme se crece y se vive, esto es, los libros sin libreros (126’01”), los espejismos etéreos que son los sueños (aviones, películas, aventuras), el ser antes de nacer (ya piloto aterrado o marinero ahogado en una tormenta), y las gentes que se casan frente a otras gentes que son víctimas, precisamente, de haberse casado (117’17”).
Finalmente, nos ha de quedar el sol costero que calienta los cuerpos de unos seres húmedos que parecen saberse indispensables los unos para los otros. Al menos ellos quieren pensarlo de esta manera (engañándose, tal vez). Nos ha de perdurar el obsequio de Cuarón: la potencialidad universal de una historia individual, esto es, la transubstanciación del eterno punto de pivote. Si todos los caminos llevan a Roma, no es necesario buscar en otro sitio las razones de su nombre.