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    La luz de mi vida
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    La luz de mi vida

    El mundo que viene

    por Carlos Losilla

    La frontera entre la realidad y la ficción --ese tema que ya se ha convertido casi en un tópico del cine contemporáneo, y podría decirse que del cine 'tout court'— era el motivo alrededor del cual giraba I’m Still Here, la primera película de Casey Affleck como director, en el fondo un fake sobre el actor Joaquin Phoenix. A la vista de eso, podría parecer que La luz de mi vida, su segundo intento, se inclina por opciones muy distintas, pero yo diría que quizá no tanto. La película empieza con una disertación sobre el arte de narrar historias, al tiempo que un hombre le cuenta una a su hija adolescente, ambos convertidos en fugitivos tras un pequeño apocalipsis en forma de virus que solo ataca a las mujeres. Y el orden, la armonía que reina en una historia bien contada, diríase que a la manera clásica, es aquello que persigue ese hombre confuso pero decidido a salvar a la “luz de su vida”, esa muchacha que justo en ese momento empieza a vivir. Mientras el padre quiere tenerlo todo bajo control, creyendo que solo así logrará sus objetivos, la hija se deja llevar por la curiosidad y el azar. La luz de mi vida es una película sobre esos dos modos de vida, también de puesta en escena: empieza como una historia de ciencia ficción convencional, deriva hacia algo bastante más extraño e inquietante y, en fin, se revela finalmente como una especie de western de aprendizaje que intenta conciliar ambas posturas.

    Pues quizá también La luz de mi vida persigue un cierto clasicismo que no puede alcanzar, sencillamente porque ese estilo ya no es posible en los tiempos que corren, por mucho que algunas de las (peores) películas actuales aún lo intenten. Affleck empieza a contarlo todo de una manera tranquila y ordenada, según un patrón muy definido: el fantastique indie, aquel que respeta el género sin necesidad de acudir a sus aspectos más truculentos o espectaculares. Los bosques por los que caminan padre e hija son impenetrables, la luz es invariablemente sombría y apagada, al igual que las voces y los gestos. Poco a poco, vamos entreviendo de qué va todo, lo vamos deduciendo a partir de detalles que nunca se nos imponen, de un transcurrir sereno y sugerente. Pero, a partir de ciertos momentos, esa línea se rompe, aparecen indicios no solo de que algo está turbando ese camino, sino también de que el vínculo entre padre e hija empieza a romperse, porque ella comienza a crecer y madurar y él a comprobar que el mundo que le rodea está cambiando, que él mismo empieza a convertirse en un extraño en ese contexto. Más que ser una película sobre el fin del mundo, La luz de mi vida aborda el fin de un mundo y el advenimiento de otro, lo que se llama un cambio de paradigma. Y, como en un western de Sam Peckinpah, quienes se quedan atrás nunca podrán recuperar el camino perdido, por mucho que otros tomen el relevo.

    En la parte final, irrumpen la paranoia y la violencia. La narración también se trunca y se convierte en otra cosa. El clasicismo ya es imposible, y también lo es el relato del padre. Decía Serge Daney que toda gran película nos habla en el fondo sobre la puesta en escena, y nos propone que nos identifiquemos con algún personaje capaz de guiarnos por el mundo que la película dibuja, que nos proponga un itinerario vital. No voy a decir que La luz de mi vida sea un film comparable a Moonfleet, la obra maestra de Fritz Lang, el gran ejemplo que propone Daney. Pero sí que sigue ese camino, y que intenta emularlo y ponerlo al día: los caminos rectilíneos ya no son posibles, por lo que habrá que ceder ante propuestas más flexibles, como la de la hija del protagonista de esta película, como la de la propia película. Algunos dirán que La luz de mi vida es una reflexión sobre el futuro del liderazgo femenino. Otros que, al contrario, solo habla de un aprendizaje que no sería nada sin la intervención del padre. Más allá de eso, estamos ante una película de gran capacidad de sugerencia, de enorme potencial poético, que confirma a Casey Affleck como uno de los grandes valores del último cine americano.

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