Cómo las madres robaron la Navidad
por Alberto CoronaNo hay drama, ni comedia cínica, que pueda con la Navidad. Puede que se dé una crítica velada al consumismo, que Santa Claus muera de varias y cada vez más creativas formas, o incluso que los Reyes Magos sean acribillados en plena cabalgata: serán sólo pequeños juegos de artificio que quieran enmascarar, provisionalmente, lo mucho que desean directores y guionistas volver a casa con sus familias. La transgresión no suele pasar de los dos primeros actos, y la festividad nos gusta demasiado como para no quererlo así. En ese sentido, El gran desmadre (Malas Madres 2) es una película inevitable, además de un film navideño prototípico.
Dado que la premisa de la obra original iba precisamente de derribar instituciones familiares en afán juguetón, parecía a primera vista que El gran desmadre sería un paso lógico como secuela. Por supuesto que la primera concluía de forma conciliadora, eran madres cansadas pero madres encantadas de serlo, y esta secuela nos muestra a unas protagonistas que ya lo han asumido, y que gracias a acontecimientos anteriores se ven capaces de rebelarse contra esas fechas que les exigen, para no variar, una continua explotación. Algo que promete, pero que no pasa de la primera media hora de metraje: el resto constituye otra rebelión, sí… contra sus propias madres.
El gran desmadre podría haberse limitado a hacer con la Navidad lo mismo que su antecesora hizo con la maternidad tradicional, pero queriendo jugar duro con las reglas más básicas de las secuelas, Scott Moore y Jon Lucas han querido también incorporar a las malas madres primigenias: aquéllas que las alumbraron y ayudaron a perpetuar esa esclavitud con la que querían terminar. No es que la idea funcione demasiado bien, pero al menos cumple con lo principal: que esta trama acabe fusionándose con la dócil y blanca ideología del film, y que el que las Navidades estén hechas para pasarlas en familia nos salga ya por las orejas.
Es una película, por tanto, sumamente previsible, y aún así es capaz de cumplir como secuela de una comedia de éxito gracias al carisma de las actrices —las tres están soberbias y, sobre todo, muestran en cada fotograma que se lo están pasando bien— y a los resquicios de humanidad que se cuelan entre las costuras más gruesas. Veinte minutos de sonrisas y lágrimas nos esperan al final de todo, pero antes habrá tiempo de disfrutar de los diálogos soeces, las escenas extrañas —el momento en que Kathryn Hahn conoce al personaje de Justin Hartley es inenarrable—, y la moralina lanzada a brochazos antes de que todos se conviertan en polvorones.
Al fin y al cabo, El gran desmadre no pasa de film humilde que se guía por los deseos de su público, uno que aunque a veces pueda reírse de chistes de vaginas depiladas también, sobre todo, lo que quiere es un abrazo. La única y verdadera transgresión que ofrece este film, así puestos, radica en el modo en que lleva su etiqueta de película navideña para toda la familia: con total desparpajo, mucho cariño, y sin tiempo ni ganas de engañar a nadie. Si es que en una escena hasta aparece un camello adorable, maldita sea.
A favor: Susan Sarandon ilumina la pantalla cada vez que aparece.
En contra: Esos montajes musicales a cámara lenta, sin los que la película hubiera durado poco más de una hora.