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    Onward
    Críticas
    3,5
    Buena
    Onward

    (Des)encanto

    por Alberto Corona

    Dan Scanlon comenzó en Pixar de la forma más ingrata. Tras participar en el departamento artístico de la hoy extinta DisneyToon Studios —dejando su impronta en las secuelas directas a vídeo de La sirenitaTarzánEl jorobado de Notre Dame—, recaló en la empresa del flexo ejerciendo labores menores para productos algo más punteros. Cuando pudo firmar algo, no obstante, tuvo que ser al dirigir y escribir el cortometraje Mate y la luz fantasma, relacionado con Cars, y la precuela de Monstruos S.A. ¿Cómo ha llegado desde entonces a encargarse de un film original de Pixar en una coyuntura tan compleja como la actual, con John Lasseter habiéndose desvinculado totalmente del estudio y un futuro prácticamente carente de secuelas? Quizá se deba, y esto no hay más que ver Monstruos University para comprobarlo, a que el de Scanlon es un talento único capaz de escarbar entre los mimbres más derivativos para encontrar una voz autoral, y precipitar Pixar a unas cotas de madurez expresiva que no tengan que ver necesariamente con ese cada vez menos interesante empeño del estudio en subvertir las calificaciones por edades. Ese que, en los últimos años, ha ido descuidando a los más pequeños de la sala para hablar de la vejez, la identidad, el neoliberalismo o, claro está, la muerte, acaso figurándose que no ha habido relevo generacional alguno y sus espectadores siguen siendo los mismos que vieron Toy Story en el 95.

    Desde su punto de partida Onward, la segunda película de Dan Scanlon, no parecía tener interés por despegarse de la gentrificada política del estudio, al centrarse en dos hermanos traumatizados por la muerte de su padre que intentan, mediante la magia, resucitarlo y pasar un día más con él. La localización de este argumento en un mundo de fantasía postmedieval bastaría únicamente para que la adulta y valiosísima reflexión sobre el duelo que a buen seguro pretendía Pixar derivara en la oportuna venta de entradas y juguetes a niños incautos, mientras que en su ensamblaje se percibían hilarantes reminiscencias tanto al manga Full Metal Alchemist como al calamitoso Bright de David Ayer. Y sin embargo, la primera de las sorpresas que guarda Onward en su interior tiene que ver precisamente con la configuración de este mundo, al adolecer de una falta de imaginación y personalidad prácticamente inédita en el estudio. Ya sea porque su retrato se ampara demasiado en ensayos previos —la sombra de la marca Monstruos S.A. es asfixiante y tiene pleno sentido que vuelva a ser Scanlon quien la gestione—, o porque el equipo creativo está concienciado con que lo importante es la conmovedora historia que tendrá lugar en sus márgenes, el mundo de Onward recuerda a la estandarización de la alta fantasía que tuvo lugar a efectos literarios en los años 80, cuando las realidades descritas pasaron a ser simples escenarios para la partida de rol de turno.

    El rol, por cierto, acoge bastante importancia en la historia de Onward. Al fin y al cabo Pixar sigue siendo capaz de estos chispazos de sofisticación, amparados por la feliz idea de la magia como ente extinto en Onward una vez se descubrió que la electricidad era mucho más cómoda. La potencia de esta dualidad entre inventiva y funcionalidad —capaz de definir, para mal, toda la propuesta de Scanlon— es dejada de lado rápidamente en favor de chascarrillos posmodernos de corto recorrido, dándosele una perezosa vuelta a los tropos del fantástico que no va mucho más allá de lo que ya quiso hacer Shrek hace veinte años, y siendo atropellada por una historia que va preparándose, lenta pero segura, para el momento Pixar. Para la escena, el giro, el diálogo, que te destroce y te haga prorrumpir en lágrimas. Onward alcanza ese momento con total efectividad porque al fin y al cabo el estudio ya tiene una holgada experiencia en dignificar la manipulación, pero el modo en que lo hace consigue sorprender por su sencillez, por una amable falta de pretensiones que, sólo entonces, comprendemos que por primera vez en diez años ha guiado a un producto de Pixar no relacionado con la franquicia Cars.

    Onward es mucho menos que su elaborada ambientación fantástica y, desde luego, es mucho menos que el empeño trascendental de dos hermanos —importante lo de hermanos— por poder despedirse satisfactoriamente de su padre. Onward, en cambio, pone el foco sobre las relaciones humanas al nivel más mundano posible, trazando una cotidianeidad capaz de hacer pasar por agradables, e incluso autoconscientes, todos esos elementos que en un primer momento nos parecían tan discretos y mortecinos como las secuelas directas al vídeo en las que empezara trabajando Scanlon. Porque sus ambiciones son otras, más pegadas al suelo, y vehiculan la probada habilidad de su director y guionista para trabajar seres humildes, imperfectos, de vidas orbitando el fracaso tanto personal como profesional —del Mike Wazowski de Monstruos University hemos pasado al Barley que interpreta Chris Pratt—, que acaban encontrando la salvación en la gente que les rodea y en un mundo que sólo Pixar podía haber hecho posible. Las lágrimas que Onward nos hace derramar son, por tanto, las más puras de las que el estudio ha hecho acopio en mucho tiempo, y certifican tanto los méritos de un creador muy a tener en cuenta, como un futuro luminoso para Pixar. Lejos de Lasseter, lejos de las secuelas, y lejos de esa delimitación de target que parece no dar más de sí.

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