Película USA del 2018, de 74 minutos, con una valoración de 3/10, bajo dirección y guión de Nara-Lewis Ryan.
Esta producción mezcla lo narrativo y lo poético en un impactante retrato de cómo una mujer se empeña en rescatar un barco que se está hundiendo (metafóricamente hablando) ante su relación con su hermano toxicomano.
Ahogarse es quizás la mejor metáfora posible para la depresión y la ansiedad. La falta de aire, el miedo, la impotencia, la sensación de que hay algo más fuerte que el cuerpo que empuja hacia abajo para obligarte a tocar fondo.
En esta metafora el coche es el envase de esa imagen: lleno de agua, hundiéndose en un mar imaginario, cubriendo ya las cabezas de sus dos protagonistas que, aparentemente inconscientes de la situación, continúan discutiendo acaloradamente.
la metáfora no es una elección arbitraria, sino una línea coherente que acompaña de la mano a una narración impactante: apenas 75 minutos que escalan en intensidad emocional y tensión narrativa y que, al terminar, dejan escapar un largo y hondo suspiro. Como el que daría el ahogado al salir del agua. Como el que dará el espectador que alguna vez sintió ese dolor en el pecho.
Subirte a un barco, perder el control, darte cuenta de que no existe, hundirte en el agua. Las etapas que escuchamos del locutor de las grabaciones son las mismas que recorre la psique de la protagonista para poder superar el ‘via crucis’ por el que la lleva su hermano en una noche que se suponía de fiesta. La directora Marja-Lewis Ryan demuestra en su segundo largometraje una habilidad portentosa para transmitir en imágenes esa congoja, ese temblor, esa tristeza crónica. De hecho, su historia deja muchas preguntas sin contestar, pues sólo necesita algunos detalles para transmitir perfectamente lo que quiere, apoyándose menos en la información y más en las imágenes poderosas que la componen. El final es el colofón de todas ellas, donde Katie tiene que decidir si quiere seguir hundiéndose para salvar a su hermano o si, en cambio, prefiere salvarse a sí misma.