El paso del tiempo
por Quim CasasLa leyenda del tiempo (2006) no era solo la evocación de un estado de ánimo musical alumbrada por el título del disco homónimo y fundamental de Camarón de la Isla y concentrada en las experiencias personales de un niño gitano, conocedor de las entrañas de la Isla de San Fernando, y una muchacha japonesa que llegaba a ese lugar para aprender su forma de vida y su música. Era, también, una película sobre el paso del tiempo. Entre dos aguas retoma a uno de esos dos personajes, Isra, aquel niño que se ha hecho adulto de forma atropellada y violenta, y recupera también su contexto familiar, sobre todo su hermano militar, Cheito, para concentrar la mirada de forma ahora exclusiva en ese paso inclemente del tiempo que lo devora todo aunque aún haya algún resquicio de esperanza.
Isaki Lacuesta se queda con lo mejor de La leyenda del tiempo, hasta hoy también su mejor película sin desmerecer en absoluto de Cravan versus Cravan, Los condenados, La noche que no acaba o Los pasos dobles: se queda con el personaje de Isra, sus sueños, amigos y familiares, aquel deseo de cantar y el hecho de tener que asumir a la fuerza que no podría hacerlo. Y doce años después, en Entre dos aguas, a partir de hoy su segunda o primera mejor película, nos muestra con esa mezcla de ficción y documental que tan bien manejan él e Isa Campo, lo que le espera a ese niño que ha crecido, sale de la cárcel, no puede estar con sus hijos, recuerda al padre muerto y deambula por el pasaje querido, los lugares que le son conocidos en la Isla, sin encontrar demasiado sentido a lo que es y a lo que fue.
De Camarón a Paco de Lucía, a tenor de los títulos escogidos para ambos filmes: un díptico fundamental en la historia del reciente cine hecho aquí y también, porque no, en la utilización nada ortodoxa ni convencional de una estética musical concreta, aquí elaborada (Kiko Veneno) y reelaborada (Refree). La secuencia inicial del parto de la tercera hija del protagonista, al que asiste para después salir del quirófano y, sin que medie palabra alguna, ser esposado y devuelto a la cárcel, donde cumple condena por narcotráfico, es brutal. Es igual que sea una recreación, una ficción, que pertenezca al terreno de la verdad filmada (toda filmación es verdad, ya que captura aquello que pasa ante la cámara y es indistinto que sea una escenificación en toda regla o una imagen llamémosle de no ficción). Tiene algo indescriptible, un aleteo propio y sobrecogedor, que pocos cineastas manejan con tanta exactitud y sinceridad como Lacuesta.