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    Mary y la flor de la bruja
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Mary y la flor de la bruja

    Aquí huele a "muggle"

    por Alberto Corona

    Más o menos a la mitad de Nicky, la aprendiz de bruja, la joven protagonista que acababa de iniciar con desigual éxito su trabajo como repartidora era invitada a una fiesta en la playa. Hasta entonces, la película de Hayao Miyazaki había transitado entre la rabiosa alegría y una ingenuidad a prueba de bombas, por lo que nada nos podía preparar para lo que sucedía entonces. Nicky (Kiki en el resto de idiomas) empezaba a sentirse mal. Miraba a la gente de su alrededor, de su misma edad, y no sabía qué decirles. La ansiedad hacía presa de ella, se sentía diferente, sola, y acababa cayendo enferma. No sabíamos exactamente por qué, pero sí éramos capaces de sentirlo, que es más o menos lo que siempre ha intentado el Studio Ghibli, y en consecuencia, lo que le ha pedido a sus espectadores. 

    Resulta bastante problemático que el principal referente con el que pueda medirse Mary y la flor de la bruja en cuanto a argumento y temática sea esta inagotable obra maestra de Miyazaki, pero es que su director, Hiromasa “Maro” Yonebayashi, así lo ha querido. El estudio al que se ha marchado tras su paso por Ghibli se denomina Ponoc —algo así como “comienzo de un nuevo día”—, y su primera producción está protagonizada por una niña, sus recién acuñados poderes mágicos, un arrebatador entorno rural, y un gato como instigador de la trama que ahora aquí, para delicia de todos, pasan a ser dos. Es inevitable por tanto asistir al desarrollo de su historia con una sensación de, más que 'déja vu', cierta certeza de que nada de lo visto a continuación igualará los logros pretéritos, y supone un modo realmente desafortunado de asomarse a una obra así. Sobre todo porque, más que recordando ese encantador servicio de mensajería, haríamos mejor en volver la vista a los mundos descritos por J.K. Rowling, y a una fantasía de inconfundible toque anglosajón. 

    No es la primera vez. En sus dos películas producidas por Ghibli, Maro ya recurrió a las páginas de autoras como Mary Norton o Joan G. Robinson, teniendo tanto Arrietty y el mundo de los diminutos como El recuerdo de Marnie argumentos asequibles y carentes de la excéntrica imaginería —al menos ante ojos occidentales— con la que Miyazaki y Takahata solían apuntalar sus obras. Igualmente, Mary y la flor de la bruja adapta una novela de Mary Stewart, y por muy prometedor y abierto a los excesos que su argumento se revele inicialmente —llegando a dar la impresión de que nos encontramos ante la primera entrega de una saga—, los límites de la propuesta son bien visibles, estando contados los pasos de la protagonista y dando la impresión de un guión lamentablemente cuadriculado. Todo ocurre como tiene que ocurrir, y Mary tiene que llegar hasta donde tiene que llegar. Ni más ni menos. 

     La condición de Mary y la flor de la bruja como producto derivativo —y discretísimo debut de un estudio que quizá esté extendiendo más cheques de los que pueda pagar— no nos escamotea, sin embargo, el derecho a maravillarnos. El tercer filme de Maro alcanza una perfección técnica capaz por sí sola de sostener el visionado, sin que podamos permanecer insensibles a su música exquisita, el arrojo de ciertos diseños, y la potencia conceptual de varios pasajes, como aquél que sitúa a la protagonista al frente de una estampida de animales salvajes. Y no obstante, nada sorprende especialmente, precipitando el film a una militante corrección a la que también se adscribían los anteriores films del realizador —en especial El recuerdo de Marnie, con aquel desenlace extenuante en su sobreexplicación—, pero que sólo aquí se revela como desangelada, sumida en el automatismo.

    Por supuesto, Mary y la flor de la bruja es demasiado Ghibli como para que su visionado no presente suficientes oportunidades para la emoción visceral, aunque aquí se encuentren en los lugares más inesperados, como en la familia que acoge a la protagonista —algo que parece ser constante en las narrativas de Maro— o esa pareja felina capaz de poner en jaque a todo un sistema educativo. Secuencias arrebatadoras en su belleza, pero articuladas sin el ingrediente secreto que se destilaba en las oficinas de Miyazaki y Takahata. No deja de ser curioso, por tanto, que la resolución de Mary y la flor de la bruja parezca defender por momentos —y para sorpresa del público— que un mundo sin magia es un mundo mejor: ya que magia es, precisamente, lo único que le falta al filme para que empecemos a creer en ese nuevo día. 

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