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    Viaje al cuarto de una madre
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Viaje al cuarto de una madre

    De qué hablamos cuando hablamos de amor

    por Philipp Engel

    No he leído Viaje alrededor de mi habitación, pequeño libro de Xavier de Maistre que ha inspirado al menos el título de la maravillosa ópera prima de Celia Rico. Pero sí que he oído muchas veces a mi admirado Enrique Vila-Matas hablar sobre él -oralmente, y por escrito-, llegando a la conclusión de que esa, para mí todavía misteriosa, novela publicada en Turín cuando corría el año 1794 ha quedado como el paradigma del viaje mental al que se entrega todo escritor, sentado a una mesa, sin salir de su habitación o despacho. Y esto, que igual les parece un detalle o una entrada en materia un tanto oblicua, tiene su importancia, porque Viaje al cuarto de una madre es una película muy (bien) escrita y muy (bien) pensada (en el cuarto de la propia Celia Rico), y que transcurre, en su mayor parte, en el interior de un piso, donde todos los objetos tienen algo que decir. Un laberinto mental con habitaciones compartidas por una hija y una madre -magníficas Anna Castillo Lola Dueñas, probablemente en los mejores papeles de sus carreras-, que tratan de encontrar una salida tras la desaparición del hombre de la casa, también conocido como El titular de la línea, un fantasma que vaga a través de los objetos que antes fueron suyos. La bicicleta estática en la que antes ejercitaba piernas y corazón ha quedado como la inconfundible silueta de su espectro.

    La película arranca con las dos protagonistas durmiendo al calor de la mesa camilla, que es el corazón del hogar. Se han quedado dormidas bajo los efectos del duelo, mental y amorosamente abrazadas la una a la otra. Pero cada una de ellas emprenderá un largo viaje -mental, pero también físico- hacia el frío, que las espabilará. Al igual que el clásico de Vashti Bunyan (cantante londinense que me recuerda a la primera Marianne Faithfull), ya convertido en el emblema musical del film, Anna Castillo buscará su propio destino viajando hacia el Norte, concretamente a Londres, aunque protegida por el calor portátil de las botas que le regala Lola Dueñas, mientras que esta, sola en el vacío de un piso cada vez más frío, también acabará dando con la manera de volver a salir, fuera del piso-sarcófago, ahí donde dicen que está la vida. Fuera de plano. Un doble viaje que arranca en el estupor y acaba en la esperanza, recorrido por ondas de emoción, tan medidas y tan cuidadosamente dosificadas, que el dispositivo, tan cerebral, tan pensado, no resulta gélido, sino todo lo contrario. 

    Una película pues tremendamente emocionante, diría que hasta las lágrimas (aunque no hace falta llorar para demostrarlo), que deja claro que con poco se puede hacer mucho, y que los grandes sentimientos están en los pequeños detalles. El antídoto perfecto para los aparatosos melodramas, repletos de pianos, violines y paseos por la playa. Y también una reivindicación de la artesanía y de la paciencia, de la humildad y el trabajo constante, que acaba dando sus frutos. Celia Rico, que es una mujer modesta, no se atreve a proclamar su filiación, o deuda, con Ozu, maestro de la austeridad emocional, pero que su película favorita de Claire Denis no sea otra que la no menos maravillosa 35 rhums no hace más que confirmarlo. Y Bresson tampoco anda lejos si atendemos a la gracia que acaba iluminando los rostros de estas actrices en la cumbre de su arte. Lo que estaba en el cuarto interior de Celia Rico ha acabado saliendo al mundo, y eso se celebra, aunque incomprensiblemente, pese a concurrir en Donosti, todavía no le hayan llovido premios más importantes que el de la divina juventud. La vida es así de injusta, pero eso ya es otro tema.

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