Attack the Camelot
por Marcos GandíaEn unos tiempos (modernos) en los que los juegos de los niños son virtuales, de inmersión en esa ¿realidad? virtual, interconectada globalmente, pero en el fondo un onanista ejercicio de soledad, ¿qué oportunidades puede tener una película como El niño que puede ser rey? ¿Un film que te ofrece la ocasión de ponerte en el lugar de tus héroes, de ser uno de ellos, en ese mundo real que es el cine? Ojalá que sean muchas, aunque ya no es como antes, cuando se era un chaval y salías del cine imitando con tus amigos a los héroes de las sesiones dobles que acababas de disfrutar en una sala de interactividad jaleadora; o terminabas la “Sesión de Tarde” sabatina televisiva y te arrastrabas por el comedor con tus hermanos simulando que eras uno de los joviales piratas de Burt Lancaster en El temible burlón y nadabas bajo el mar para abordar un navío de pérfidos españoles. El film de Joe Cornish es un juego, es ese juego que se generaba a continuación de ver una película, o de leer un tebeo, o de devorar una novela de aventuras. Cuando, en su parte final, todos los alumnos de ese colegio británico han de defender su feudo del ataque de unos flamígeros caballeros infernales, Cornish nos propone compartir ese sueño; nos vuelve a repetir que el cine es un sueño, un juego.
Quizás El niño que pudo ser rey alargue el metraje precisamente para llegar a ese tramo epilogal, pero ¿quién mide el tiempo de la diversión cuando estás en la calle (o atravesando mágicamente Inglaterra para salvar al mundo del regreso de la malvada Morgana) combatiendo contra monstruos? ¿Tu madre llamándote para subir a casa, merendar y hacer los deberes? Sí, cosas que sonarán a chino a los enganchados al Fortnite o como diablos se llame. Reformulación a lo El Dorado (Hawks) de la citada Attack the block del propio Joe Cornish, este Excalibur para una suerte de goonies acechados por el bullying, la ausencia spielbergiana del padre (uno de los subtextos más bellamente duros de la película) y un no future en el horizonte que bien podríamos identificar con el brexit, apela a referentes que hibernan cual Merlín, Arturo y sus caballeros de la mesa (tabla por mor de una traducción literal que se ha perpetuado como canónica) redonda.
Apela a despertar ese sentido de la maravilla y de la fantasía en el cine de hoy día, de sentirse durante casi dos horas (ojalá que en sesión continua) un rey, o la mano derecha del salvador monarca. De sentirse en la lúdica y bella iconografía del aventurero universo de las criaturas en stop motion de Ray Harryhausen, o en la clásica reverencia a una tradición literaria y cultural que debería rejuvenecer a cada instante, caso de la ochentera El secreto de la pirámide. Así, aguardando que tras pasarlo pipa en alguna multisala ruidosa, en al menos pillar las referencias a Harry Potter y otros resistentes exitosos de la trinchera de buen cine para chavales, y reproducir correteando junto a tus compis por ese centro comercial lo que acabas de ver, repartiendo e intercambiando roles, El niño que pudo ser rey podrá pasar a la eternidad y no fenecer en el triste olvido de la más negra de las épocas (2019).