El cine como rebelión
por Carlos LosillaEn 1980, el gran Joaquim Jordà filmó Numax presenta, una de las propuestas más singulares y radicales del cine de la Transición española, o de lo que quedaba de ella ya a aquellas alturas. Se trataba de reunir a los trabajadores de la fábrica del título, cerrada por eso que los empresarios llamaban entonces “suspensión de pagos”, y seguir su evolución a partir de ese momento, su intento de subsistir a través de una cooperativa, su negativa a dejarse vencer por aquel neocapitalismo que empezaba a ser ya rampante con la llegada al poder de Ronald Reagan o Margaret Thatcher. Tiempo después, Jordà regresó a ellos con Veinte años no es nada (2008), pero el balance fue desolador. Pues bien, es como si el joven cineasta portugués Pedro Pinho y sus compañeros --responsables de La fábrica de nada también en modo de autogestión— hubieran querido recuperar aquella experiencia y darle continuidad a través de otro tiempo de miseria, el nuestro, herido de muerte por la crisis económica y la rapacería de los poderosos. En este sentido, La fábrica de nada es la crónica de una época y de una experiencia colectiva, pues se trata de documentar a la vez la situación económica y de qué manera influye en la vida cotidiana. Por si fuera poco, también es una de las experiencias cinematográficas más apasionantes de los últimos años.
Pues se trata de una película que empieza como cine militante, continúa como drama íntimo y finaliza como desopilante mezcla de géneros, hasta el punto de que este crítico pocas veces ha visto –en los últimos años— algo tan gozoso y enérgico, tan divertido y demoledor. Para empezar, tenemos unas cuantas escenas dedicadas a ilustrar la reacción de los obreros de una fábrica de ascensores cercana a Lisboa ante los turbios manejos de sus patronos, que intentan cerrar la empresa por los sucios métodos de siempre: que si esto es solo una reconversión, que si ustedes sigan trabajando y todo irá bien, que si ahora les ofrecemos una salida negociada que les va a beneficiar… Es muy fácil encontrar puntos de identificación con esas situaciones, es muy fácil odiar a esa empresaria paternalista y a sus esbirros, jóvenes cachorros del neoliberalismo dispuestos a todo con tal de gustar a sus amos. Sin embargo, Pinho deja pronto eso de lado para sumergirse en otro estilo, para observar de cerca a uno de los trabajadores y a su familia, a su mujer y a su hijo, y para mostrarnos de qué manera el trabajo y el amor están relacionados, de qué modo el sistema concibe la familia como una mera extensión de la dependencia laboral. Y cómo todo se desmorona cuando una de las piezas deja de funcionar. Y cómo eso empieza a convertirse en otra cosa, la tercera maniera de la película, construida a partir de la imagen de la fábrica vacía, de esa fábrica que ya no fabrica nada: ¿qué hacer con unos personajes que ya no tienen nada que hacer?
Ahí está la gran lección que imparte La fábrica de nada, y que no es otra cosa que una lección de puesta en escena: no estamos ante la consabida mezcla de documental y ficción, ante eso que ya parece haberse convertido en una fórmula en cierto cine reciente, sino ante un complejo artefacto que va evolucionando a medida que transcurre la proyección, que siempre acaba convirtiéndose en otra cosa, como poseído por una voluntad de cambio que no cesa. De repente, los obreros toman posesión de la fábrica y se dedican a no hacer nada, o lo que sus jefes considerarían tonterías. De repente, juegan al fútbol entre las máquinas desconectadas. O hablan de economía con un politólogo italiano que se interesa por su caso, y que finalmente también intenta manipularlos. O cantan y bailan cuando otra empresa parece realizarles un encargo. La fábrica de nada es también una película cómica, como algunas de Chaplin o Jacques Tati. O un musical obrero, como los de Jacques Demy, lo cual no impide que su reflexión sobre los temas que aborda, y sobre el estilo con que los aborda, sea tan comprometida como lúcida, no se deje llevar por soluciones fáciles: de la misma manera en que la salida a la encrucijada político-económica en la que estamos tiene que ir más allá de la cooperativa y la autogestión, el cine que plasma esa situación está obligado a inventar nuevas formas que le pertenezcan a él y solo a él. Y si no, vean la última secuencia de esta película bella por rabiosa, quizá uno de los finales más melancólicos y a la vez esperanzados del cine de ahora.
A favor: Su libertad política y narrativa, que se traduce en una película que devuelve su sentido a la palabra emoción.
En contra: Que sus casi tres horas de duración –absolutamente justificadas, que pasan como un soplo— puedan disuadir a su público potencial.