El cuento del cuentista
por Alberto CoronaA Frank Anthony Vallelonga lo llamaban Tony Lip desde los 8 años por su labia, por una habilidad consumada para obtener lo que quería a base de verborrea, engaños, y los indispensables elogios. Gracias a ellos ascendió a gerente del neoyorquino club Copacabana y conoció a multitud de famosos que lo frecuentaban, siendo uno de ellos Francis Ford Coppola, que tras una agradable conversación decidió darle un pequeño papel en una película en la que trabajaba por entonces, titulada El padrino. A partir de ese momento, Tony Lip inició una provechosa carrera en el cine, que le llevó años después a interpretar a Carmine Lupertazzi en Los Soprano. En la mayoría de estas obras era un personaje de fondo, indivisible del escenario italoamericano, hablando poco, aplastándose el pelo sobre la nuca, y haciendo los típicos aspavientos que el público norteamericano atribuía a todos los miembros de su colectivo.
Se trata de una biografía fascinante que, curiosamente, apenas se deja entrever en Green Book, la película que ha dirigido Peter Farrelly y se ambienta en 1962, bastante antes de que Tony Lip iniciara una carrera en el cine, cuando ejerció ocasionalmente de chófer para un famoso pianista afroamericano y tuvo
una catarsis de ésas que tanto le gustan al público, a la crítica y a los premios. Su guión está firmado tanto por el propio Farrelly, como por Brian Hayes Currie, como por el principal idéologo del asunto: Nick Vallelonga, hijo de Tony, que pretende seguir los pasos de su padre. Éste es el principal motivo —amén de otros menos inocentes como lo difícil que es que vidas de negros contadas por negros alcancen el estatus de crowd pleasure que Green Book persigue tan rabiosamente— por el que el guión prefiere centrarse en la historia de un chófer racista sin estudios antes que en la de un pianista de vasta cultura y talento que, no obstante, a fuerza de querer ser aceptado por los blancos ha perdido la conexión con su gente, y ni siquiera sabe quién es Aretha Franklin. Pero por suerte ahí está Tony Lip, el cuentista del Bronx, para descubrírselo.
El mayor problema de Green Book no es que la narrativa del salvador blanco ya haya sido demasiado estudiada como para pretender darnos una vez más gato por liebre. De hecho, el detalle de que Tony Lip sea italoamericano y también sufra ocasionalmente discriminación por ello le otorga una considerable frescura al asunto, poniendo en comunión a colectivos diferentes y lanzando automáticamente un interesante discurso en torno a qué significa realmente ser blanco. El mayor problema de Green Book, en cambio, es que mientras la ves y la disfrutas todo huele un poco a chamusquina, más allá del buzz de los Oscar y la eterna pregunta de si el director de Algo pasa con Mary era el más adecuado para contarnos esta historia, y esa sensación se agrava cuando más tarde conoces la carrera de Tony Lip y, en su empeño por sacar partido a su condición de italoamericano —aprovechándose de que todo el mundo iba a pensar automáticamente que era un gángster—, vislumbras un reflejo de Don Shirley, el pianista que se contentaba con actuar en los locales más sofisticados para a continuación descubrir que no le dejaban comer junto a los asistentes a su concierto. De ahí a cómo Viggo Mortensen interpreta a este personaje, utilizando alegremente todos los ademanes estereotipados que puede, hay un paso muy pequeño e insalvable.
Es todo muy complicado, y ninguna de estas circunstancias exógenas —ni siquiera el hecho de que Maurice Shirley, hermano del personaje que interpreta admirablemente Mahershala Ali, haya negado sistemáticamente que Don y Tony fueran amigos— deberían intervenir en la experiencia que te propone Green Book. Una experiencia cálida y dispuesta a dar al público biempensante nada más y nada menos que lo que quiere, teniendo musiquilla agradable, dirección que ni está ni se la espera —con unas soluciones visuales que palidecen ante las memorables secuencias oníricas de, sin ir más lejos, Dos tontos muy tontos—, escenas de gran hondura dramática bajo la lluvia, e incluso un amago, sobre el final, de convertirse en una jodida película navideña. Cómo no nos va a gustar Green Book, amigos. Cómo no vamos a reírnos con las ocurrencias del chófer, a estallar en aplausos cuando Don Shirley aprenda la lección, y a sonreír hasta fracturarnos la mandíbula cuando ambos sellen una amistad genuina, emocionante, puramente cinematográfica, puramente de cuento. El problema es que, en los tiempos que corren, igual más charlatanes como Tony Lip que nos aseguren que el racismo se cura sólo gracias a buenos sentimientos no es precisamente lo que necesitamos, y que exista la posibilidad de que Peter Farrelly gane el Oscar para a continuación celebrarlo enseñándole el pene a los académicos sólo será una prueba más de lo mucho que, en realidad, nos sigue gustando que nos cuenten cuentos.