Ese cine que no puede morir
por Carlos LosillaEn 1959 se estrenó Los 400 golpes, de François Truffaut, una de las películas que se convertirían en emblemáticas de la entonces naciente Nouvelle Vague francesa. No hay que olvidar, sin embargo, que parte de la culpa de que sucediera eso se debió a un adolescente tímido y esquivo, de mirada a la vez firme y huidiza, que se llamaba Jean-Pierre Léaud y debutaba en el cine con aquel film. Más un icono que un actor, Léaud se convirtió poco a poco no solo en el protegido de Truffaut --con quien rodó unas cuantas películas más, a veces en el mismo papel que lo había consagrado, aquel Antonie Doinel que el cineasta siguió desde la juventud a la madurez, en un ejercicio luego imitado por Richard Linklater en Boyhood, por ejemplo--, sino también en el emblema de un cierto cine francés: Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Philippe Garrel, Olivier Assayas o Bertrand Bonello lo han utilizado para trazar una línea hereditaria, que va desde los grandes maestros de los años 60 a los nuevos cineastas de la posmodernidad. La historia del cine francés de los últimos 50 años, por lo menos, le pertenece. Y, en tiempos más recientes, incluso esa geografía se ha expandido espectacularmente, pues Léaud ha acabado trabajando con directores de cinematografías tan “exóticas” como la finlandesa –Aki Kaurismäki— o la taiwanesa –Tsai Ming-liang--, empeñados igualmente en perpetuar su mito por doquier.
En efecto, en ¿Qué hora es? (2001), de Tsai, el actor se interpretaba a sí mismo, se convertía en el objeto de la búsqueda emprendida por un cinéfilo de Taiwan en su viaje a París. Y en La muerte de Luis XIV (2015), de Albert Serra, incorporó al rey francés en su condición de moribundo, en lo que constituía también una escenificación prospectiva de su propia muerte, quizá de la muerte de un cierto cine que inevitablemente se acerca a su fin. Pues bien, solo faltaba el japonés Nobuhiro Suwa para completar el círculo. Especializado en melancólicos retornos al pasado de la cinefilia, frecuentador de los universos de Alain Resnais –H Story, a partir de Hiroshima mon amour—o Roberto Rossellini –Una pareja perfecta, a partir de Viaggio in Italia--, Suwa se enfrenta con El león duerme esta noche a un reto definitivo. Pues ese león que se queda dormido, o incluso que muere inadvertidamente –el título original, inspirado en una popular canción, es Le Lion est mort ce soir— puede que sea el propio Jean-Pierre Léaud, aquí en la piel de un actor significativamente llamado Jean e implicado en el rodaje de una película en la que debe interpretar su propio fallecimiento. A medio camino entre la realidad y la ficción, aprovechando eso que en una película de Hitchcock sería un tiempo muerto en la vida del personaje, ese momento en que el rodaje debe detenerse por la enfermedad de otro actor, Jean/Léaud se dedicará a vagabundear por la población costera que sirve de localización y se encontrará tanto con un pasado turbador como con el futuro del cine, con el fantasma de la mujer a la que una vez amó y con un grupo de niños que lo elegirán como actor de su primera película 'amateur'.
El método de Suwa se basa siempre en la improvisación, y de ahí la apariencia naturalista y frágil de esta película conmovedora, como si su tenue hilo narrativo se fuera a romper en cualquier momento. Por un lado, Jean logra ver por última vez a la mujer que abandonó para emprender su carrera de actor, y que quizá por eso se dejó morir. Por otro, los chicos consiguen despertar al león dormido que hay en él no solo para que los ayude en su película, sino también para que recupere momentáneamente su juventud, su energía de otro tiempo. Y resulta emocionante ver a Léaud en medio de esos chavales, interpretando otra película de fantasmas que actúa como espejo de la que plantea Suwa, se convierte en su versión 'teen'. Y resulta turbador ver cómo Suwa –tal como ya conseguía en Yuki y Nina, su anterior largo, codirigido por Hippolyte Girardot— pasa de lo real a lo sobrenatural con la única ayuda de un espejo, como si todo estuviera en las imágenes, de la misma manera en que Jean se enfrenta a otro espejo durante el rodaje, buscando en su rostro, en el rostro de Léaud, las primeras huellas de la muerte. Es esta, pues, una película cruel y despiadada, y nos enfrenta a los temores más primarios acerca de la desaparición, eso que no tiene remedio, eso que le sucedió a la novia de Jean y ahora la condena a existir solo como fantasma. Eso que también le puede ocurrir al propio cine, o por lo menos al cine que representa Léaud y del que Suwa se declara heredero. Pero también estamos ante un film luminoso –la fotografía de Tom Harari es deslumbrante, restituye cada color y cada contorno en su forma más primaria, más hermosa--, que ilustra, con humildad, pero también con una extraña convicción, la primera verdad del cine: cualquier imagen siempre tendrá garantizada su propia supervivencia. Cuando, en fin, vemos a Léaud filmando con los niños, es el pequeño Antonie Doinel quien regresa a la pantalla grande para dejar claro que a veces la infancia también puede ser el tiempo de la eternidad.
A favor: La sombrosa (y solo aparente) sencillez con que habla de la vida, del amor, de la infancia y de la muerte. Y del cine, claro está.
En contra: Que su condición liviana y vaporosa no deje ver la complejidad de sus imágenes.