La escapada imposible
por Alejandro G.CalvoEl realizador madrileño Víctor García León (1976) ha ido tejiendo, película a película, una filmografía tan escueta (cuatro largometrajes, amén de diversos episodios para series como Vota Juan o El vecino) como exquisita: Más pena que Gloria (2001), Vete de mí (2006), Selfie (2017) y, ahora, Los europeos (2020). Cineasta sensible, inteligente y mordaz, suele abordar con una asombrosa sencillez la enjundia existencial del devenir humano y las complejas interrelaciones (familia, amigos, parejas) en las que nos mecemos, bien queriendo, bien a nuestro pesar. En Los europeos adapta la novela homónima del gran Rafael Azcona, escrita en 1960 -publicada en Francia- y reescrita por el mismo autor en 2006, dos años antes de morir, ya libre de toda censura dictatorial. Que García León adapte a Azcona le viene de familia: su padre, el realizador José Luis García Sánchez, ya lo hizo en (posiblemente) sus dos mejores películas: La corte de Faraón (1985) y Suspiros de España (y Portugal)(1995).
Así que todo encaja en esta película veraniega, ibicenca, que arranca a tiros de absenta y empalmando la noche con el día y viceversa, y termina abofeteando a la España cretina de camisa del Sepu y pantalón de tergal con ganas de morder piernas en El Molino. El desarrollismo franquista, como siempre, tan subdesarrollado. Antonio (Juan Diego Botto, totémico, con el Gassman subido) y Miguel (Raúl Arévalo, certero, más Landa que Trintignant), empujan Los europeos buscando tomar la velocidad de crucero de la maravillosa cinta de Dino Risi La escapada (1962) hasta que el motor se les cuaja en un accidente fortuito que, en aquel entonces, estaba penado con la cárcel. Dicha catástrofe azconiana, le sirve a García León para pulir las aristas que más le interesaban al autor de Logroño: el amargar la comedia hasta que doliera la garganta del pecho, el poner de relieve una realidad asfixiante a través del carisma subyugante y retorcido de sus protagonistas, un descenso a la humildad de la que sólo se escapan los que tienen garras retorcidas o bigotes entrañables, caso de José Luis López Vázquez, Saza o, ahora, Juan Diego Botto.
Cuando el meollo dramático hace aparición, la película se parte de forma asintótica. Si en su primer tercio íbamos de fiesta en fiesta a la fuga de nosotros mismos, en sus dos terceras partes todo empieza a exacerbarse: el romanticismo, el melodrama, el costumbrismo, en definitiva, la suciedad de la realidad, que siempre mancha por dónde sea que la toques. Tal requiebro hace que Los europeos sea una película sin centro pero con mucha cintura. Que parezca una cosa (divertida) y, en el fondo, sea otra (agria y triste). Pero el truco de García León se halla en saber otorgar plasticidad dramática al relato, consiguiendo que este se adapte al caprichoso guión existencial que nos hace tropezar cien veces con la misma piedra.
Al final Los europeos traza una verdad que nadie quiere aceptar porque es una de esas verdades que te joden la vida. Me refiero a aquella que dice que, en situación de riesgo o cuando el miedo se hace presente, el cobarde ser humano se aferra con uñas y dientes a lo que tiene delante, creyendo lo increíble: que estás locamente enamorado, que vas a ser capaz de cualquier cosa por difícil que sea, que aceptas el castigo porque probablemente te lo mereces. También a aquella que dice que cuando el peligro pasa y el miedo cede paso a la euforia, entonces todas las promesas realizadas se rompen en pedazos. Pura entropía. O como decía Leopoldo Panero refiriéndose a la infancia (y España en los 50 estaba cambiando los pañales por el orinal): uno no vive, sobrevive. Por eso, imagino, Los europeos acaba siendo tan triste, porque es un reflejo de la vida al que no queremos mirar ni de soslayo, no sea que acabe por atraparnos.