En la profunda noche oscura del alma
por Alejandro G.Calvo“En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Así se abre el relato “Inmanejable” de Lucia Berlin, recopilado en España por Alfaguara en el seminal “Manual para mujeres de limpieza”. En dicho relato, corto y directo como un puñetazo en los dientes, la escritora narra las horas trágicas entre que despierta con el síndrome de abstinencia disparado y la hora en que se levanta su hijo mayor. La épica trágica de una mujer perdida camino de la licorería, entre temblores y sudor frío, que abre más temprano en la ciudad. Un relato, como casi todos los de Berlin, absolutamente magistral que logra pinzar la desesperación vital a través de la belleza de la literatura. Supongo que por eso he elegido ese titular para la crítica de la nueva película de Barry Jenkins.
El blues de Beale Street, adaptación homónima del clásico de la literatura firmado por James Baldwin a cargo de Jenkins –que, recordemos, se alzó con el Oscar a la Mejor Adaptación por su trabajo en Moonlight (2016)-, cuenta la historia de amor truncada de una joven pareja afroamericana: Tish (KiKi Layne) y Fonny (Stephan James), tras ser él encarcelado de forma errónea por una violación a una mujer de raza blanca. La película explica en paralelo pasado y futuro, construyendo así de forma simultánea la preciosa historia de amor vivida por los jóvenes y el via crucis de la familia de la chica, tratando de esclarecer lo ocurrido y así librar a Fonny de la cárcel. Ambas vías narrativas poseen mismo tono y estética: la puesta en escena de Jenkins es absolutamente deliciosa, en la línea del último tercio (y mejor) de la oscarizada Moonlight (por algo a Jenkins se le llamó el Wong Kar-wai de raza negra).
Las dos horas que tensa el drama de El blues de Beale Street son una auténtica bendición contra el cine clembuterolizado que domina la cartelera. Ejercicio de sensibilidad extrema que, básicamente, lo que presenta es un seguido de conversaciones íntimas entre los protagonistas, trazando a partir de los retratos particulares una mirada panorámica sobre la América negra en los años 70. Con preponderancia de primeros planos subjetivos (mirando a cámara) y leves movimientos de cámara que logran sublimar el realismo hacia cierto lirismo narrativo (controladísimo), Jenkins mide al milímetro cada momento de la cinta, el melodrama conmociona sin desbordar, el suspense encoje la garganta sin llegar a asfixiar. Los retratos domésticos son increíbles, del nivel del Mike Leigh de Secretos y mentiras (1996), la construcción de personajes, hasta el más lateral, es perfecta y hasta ese cierre en falso resulta una completa rara avis en el canon del cine comercial de los últimos 50 años. Porque quizás ese sea el secreto de Barry Jenkins: que como Max Ophüls, David Lean o Douglas Sirk, parece un cineasta de los años 40-50. Por eso el blues de Beale Street es el primer gran estreno del 2019 en nuestro país.