El cine rumano que no cesa
por Quim CasasDirigida por Constantin Popescu, otra de las recientes revelaciones del cine rumano contemporáneo, Pororoca –premio al mejor actor, Bogdan Dumitrache, en la pasada edición del Festival de San Sebastián, donde el director ya compitió en la categoría de Nuevos Realizadores con su anterior filme, Principles of Life (2010)–, ejerce una extraña fascinación a pesar de la historia desoladora que trata –o quizás a causa de ello–, de su en exceso generoso metraje de dos horas y media y de su desenlace donde cualquier síntoma de esperanza o reconciliación es ahuyentado de manera radical.
No vamos aquí a valorar el tratamiento que los cineastas rumanos de más reciente cuño han dado al plano-secuencia, sea en estático o con complejos movimientos de cámara, aunque aún no han querido realizar toda una película en este sistema tan aplaudido en festivales y que no siempre resulta coherente o justificado. Pero hacía tiempo que un plano-secuencia, el que inicia Pororoca, no resultaba tan preciso y determinante en su elaboración y significado.
Durante cerca de quince minutos vemos a un individuo en el parque. Es domingo y ha ido a pasar unas horas con su hija, pero la pierde de vista más de la cuenta, concentrado en hablar por el móvil. Tudor Ionescu, así se llama el hombre, busca a su hija y no la encuentra. Hasta ese momento, el plano era fijo y lejano, con pocos y casi imperceptibles correcciones de cámara si se levantaba o para mostrar las evoluciones de la hija con otros niños: un hombre en un decorado a la luz del día.
Tudor, al no ver a su hija, pregunta a las madres, empieza a andar a un lado y otro del pequeño receptáculo donde juegan los niños. Desesperado, baja por una ladera hasta un camino, y con él la cámara, que ya nunca más podrá estar quieta. Regresa sobre sus pasos, llama a la policía, se pone nervioso, vuelve a hablar con madres y niños. La cámara no le deja respirar pese a que al inicio de su búsqueda aún parecía respetarle: la distancia de la angustia que crece. El largo plano-secuencia termina con la evidente constatación de que la niña ha desaparecido.
La película, por supuesto, no habla tanto de esa desaparición, o el motivo de la misma, como de la desintegración que a partir de ese mismo instante se produce en las entrañas de los Ionescu, una familia de apariencia feliz: Tudor, su esposa Cristina, ambos de treinta años y trabajos lucrativos, y sus dos hijos, uno hurtado violentamente del relato. El resultado es un progresivo y bien trabajado descenso a los infiernos, aunque este término, aplicado a según que tipo de relatos, cinematográficos o literarios, se haya convertido en un cliché.
Pero si lo es, resulta un cliché bien modulado en su contundencia dramática y estilo seco y directo, más fragmentado que en la elección inicial del plano-secuencia. El trabajo de montaje suple ahora a la continuación líquida de la cámara en estático o en movimiento, haciendo más física en el cuerpo a cuerpo entre los personajes –atención a la última secuencia– y esa misma y rotunda cámara, y en como luego se editan esos planos, una peripecia que, aunque intuyamos de que manera puede concluir, no por ello nos devasta menos.
A favor: El brillante inicio, el estilo seco y directo, la ausencia de concesiones.
En contra: Podía haber contado lo mismo, y con idéntica intensidad, con menos metraje.