Más allá del arco iris
por Carlos LosillaHubo un tiempo, no hace mucho, en que la comedia hollywoodiense vivió su enésima edad de oro. Era el momento en que actores como Will Ferrell y Adam Sandler, o directores como Judd Apatow y Greg Mottola, echaban el resto en la confección de películas sagaces, incisivas, mordientes, melancólicas, que hablaban de un tiempo y un lugar, de una generación que crecía irremediablemente y otra que se resistía a abandonar la adolescencia, en lo que constituyó un mosaico efervescente muy parecido al que décadas atrás confeccionaron Cary Grant y Katharine Hepburn, George Cukor y Howard Hawks. Hoy Adam McKay se dedica a adular a su audiencia con métodos mucho menos sutiles (El vicio del poder) y Steve Carell prefiere componer personajes llorones, de tristeza casi siempre falsa e impostada (Beautiful Boy). Solo Bienvenidos a Marwen, del incombustible Robert Zemeckis, conserva a un protagonista tan desobediente y patético como aquellos, incorporado además por el mismísimo Carell con el ímpetu de antaño. Por eso la aparición de una película como De 5 a 7 (2014), de Victor Levin, supuso un toque de atención, el primero en mucho tiempo: quizá la comedia solo podría resucitar mezclando el descaro de aquellos niños grandes con el de otros, por su parte también con una gran tradición a sus espaldas, de Woody Allen a Whit Stillman pasando por Gene Saks. Ahora, La boda de mi ex viene a confirmar aquella intuición: he aquí ya no una comedia, sino el esqueleto de una comedia; no su deconstrucción, como parece estar de moda, sino una especie de renacimiento, de resurrección del género.
Frank y Lindsay no han tenido suerte en el amor y ahora se conocen gracias a la ex pareja de ella, y hermano de él, a cuya nueva boda han sido invitados. No hay nada más que eso. No hay secundarios graciosos, ni tampoco situaciones especialmente descacharrantes. Los personajes deambulan por un guión que pudo haber filmado Antonioni de haberle gustado la comedia. Y los diálogos parecen salidos de alguna obra teatral de Samuel Beckett y pasados por la sorna de algún viejo vodevil de Neil Simon. En una escena memorable, que ahora mismo haría palidecer de envidia a Gus Van Sant, la pareja protagonista se pierde en medio de la campiña y deambula sin rumbo durante minutos y minutos para acabar haciendo el amor a pleno sol. Es una muestra perfecta de lo que pretende esta comedia triste pero no sentimental, desolada pero nunca complaciente. Por un lado, tenemos a la pareja de perdedores de siempre, que podrían ser perfectamente los hijos de Jack Lemmon y Juliet Mills en ¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre? (1972), la obra maestra de Billy Wilder: solitarios, neuróticos, autistas, solo podrán congeniar entre sí más por sus taras que por sus virtudes. Por otro, estos arquetipos son contemplados por Levin, en su doble faceta de guionista y director, como si se tratara de dos animales en un zoo, con la intención de analizar sus comportamientos una vez arrancados de su hábitat natural.
Más aún que en De 5 a 7, el estilo de Levin es terso y satinado, funciona como si el cineasta fuera testigo impertérrito de las evoluciones de la pareja, por otra parte más bien estúpidas y absurdas. Los planos fijos, sujetos a implacables construcciones geométricas, encierran a los personajes en jaulas que son también metáforas de su soledad autoimpuesta, de su empecinamiento en no ser felices. Y la estructura de la película, hecha de tableaux que se suceden unos a otros según un ritmo mortuorio, delata que a Levin le interesa tanto el pasado del género como su presente, que en el fondo no es más que el espejo deformado de aquél. Este crítico se ha sentido como debieron de hacerlo los asistentes a las primeras exposiciones de arte cubista: el mundo se les había vuelto del revés, las formas habían usurpado el lugar de los cuerpos. En La boda de mi ex, todo es igual de abstracto, hasta el punto de que la comedia parece haber llegado a un extremo en el que importa más el reconocimiento de personajes y situaciones que la risa que puedan provocar. De la misma manera, por otra parte, en que Winona Ryder y Keanu Reeves parecen dos almas del purgatorio en pena, expulsadas del paraíso hollywoodiense y caídas en un limbo alucinado, en lo que constituye la reubicación más inteligente de dos stars de su talante y condición vista en el cine americano en mucho, mucho tiempo. Yo no sé muy bien qué es eso del post-humor, pero si este debiera gozar de una encarnación en la posteridad de la screwball comedy, seguro que lo haría en una película como esta.