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    Jojo Rabbit
    Críticas
    3,5
    Buena
    Jojo Rabbit

    Guido tenía razón

    por Alberto Corona

    No parece probable que, pasado el oportuno margen de tiempo, un film como La vida es bella, dirigido por Roberto Benigni en 1997, vaya a ser objeto de reivindicaciones. En primer lugar, porque una ganadora al Oscar a Mejor película extranjera no necesita ser reivindicada. Hasta ahí podíamos llegar. En segundo, y por lo que resulta verdaderamente interesante, porque no hay mejor producto que ilustre la división crítica ceñuda/público disfrutón, entendiendo esta como un combate constante y condenado a las tablas entre intelectualidad escéptica y emoción abstracta. Mientras que a los críticos ceñudos, por lo general, La vida es bella les parece una cosa odiosa, irritante, hasta cínica estudiada desde cierto ángulo, el público disfrutón se deja encandilar por la pantomima de Guido, cayendo engañado por ella al igual que lo hace su hijo, y soslayando las circunstancias extremas que retrata para a continuación abandonar la sala diciendo “qué película tan bonita”. Jojo Rabbit, dirigida por Taika Waititi más de veinte años después, plantea la misma jugada con herramientas distintas.

    Ya es cosa de cada uno dilucidar cuál de estas herramientas es más honesta, pero probablemente suponga un debate estéril. La jugada en ambas películas es la fabulación —con todo lo que de mentira tiene esta automáticamente—, y la diferencia entre una y otra se reduce a que, dentro de La vida es bella, esta tiene una dimensión diegética, mientras que en Jojo Rabbit es Taika Waititi quien toma el rol de Guido en tanto a cineasta. Un propósito de difícil término para este director neozelandés ya que, más allá de la comodidad con la que se ha asentado en el posmodernismo pop —y ha fundamentado su carrera en caerle bien a las personas adecuadas—, a Waititi no se le conoce más personalidad visual que aquella de la que parte para juguetear con ella. Lo hizo con el cine de terror en Lo que hacemos en las sombras. Lo hizo con la parafernalia superheroica, con patente de corso, en Thor: Ragnarok. Lo hizo con el coming of age spielbergiano en A la caza de los ñumanos, a día de hoy su obra más lograda. Pero, como en Jojo Rabbit no sabe muy bien de qué partir, aquí recurre al cine de Wes Anderson para quitarle todo lo interesante que este tiene —la tristeza, la misantropía, la deshumanización que esconden sus simetrías forzadas—, quedarse con el envoltorio, y tejer la fábula en torno a él. Sólo por cómo recurre a estos presupuestos para hacer esa “película bonita”, bastaría para fruncir el ceño. Pero todo es por la fábula. Y ahí entras o no entras.

    Jojo Rabbit lo pone fácil para entrar. Entre que el planteamiento —basado en una novela de Christine Leunens— recuerda escandalosamente al de otro crowd pleasure de largo recorrido como es El niño con el pijama de rayas, y que Waititi sigue tan ducho como siempre en atiborrar las escenas de gags, Jojo Rabbit es un film evidentemente disfrutable. Incluso cuenta con hallazgos de su entera responsabilidad, como todo lo que rodea al personaje de Scarlett Johansson. Madre del protagonista, y otro de los muchos Guidos que se pasean por el ensamblado de Jojo Rabbit, Rosie se beneficia de la mirada calculadamente mágica de Waititi para convertirse en una presencia inasible, indómita, solo posible dentro de ese medio cinematográfico en el que el director, por lo demás, no parece confiar del todo. Al contrario que el resto de personajes-objetos de chistes, la madre de Jojo nunca explica sus acciones, sino que se limita a actuar por lo que sabe que es correcto, y tampoco intenta desengañar a Jojo sobre las consecuencias de la barbarie nazi. De hecho, hasta se toma con algo parecido a filosofía el inicial y entusiasta apego de su hijo al régimen, sin molestarse en hacerle ver qué está haciendo mal. Porque sabe que es inevitable que él mismo se dé cuenta.

    Rosie es críptica, valiente, y lucha por lo que cree caiga quien caiga. No se puede decir lo mismo de la película que la aloja, que se conforma con lanzar un mensaje moral de indudable pertinencia empleando las mismas fórmulas y discursos que ya empleara en 1940 Charlie Chaplin para El gran dictador, antes de que el Holocausto tuviera lugar siquiera. Acaso consciente de la superficialidad de su argumentario, Waititi tira de la gamberrada permitiéndose además —y también como Chaplin— interpretar con cierta gracia a su propio Adolf Hitler, esperando así abrazar una trascendencia que no deja de ofrecérsele esquiva durante todo el complaciente metraje de Jojo Rabbit. Hay muchas cosas que Waititi malentiende con respecto a la vilipendiada La vida es bella, y una de ella es que la fábula no puede funcionar si no deja claro cuál es el plano de realidad siniestra del que parte. En su afán por el encanto estético y por no poderse resistir a tener a David Bowie en la banda sonora, Waititi confunde la forma con el fondo: un error fatal si se pretende aleccionar a alguien con dichas herramientas, y no sólo dorarle la píldora a quienes ya van bastantes pasos por delante.

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