Película que bien puede se le puede encuadrar en fusión, con una fotografía, y sound track muy pronunciada.
En sus primeros minutos son de una belleza maestra abrumadora, y donde se plasma el alma y la energía del film.
En medio de la noche, apenas iluminados por unos focos cegadores un bulldozer arrancan eucaliptos, en movimientos ritnico, envuelto en el abrumador sonido de los derribos.
La dirección de Oliver Laxe consigue transitar ese difícil camino que conecta la naturaleza, de lo tangible, con la metafísica, con la trascendencia más allá de lo material. El objetivo de Herce, capta el significado de cada veta en la madera, de cada arruga en la piel. Y lo hace para contar la desaparición lenta y agónica de un modo de vida, de una civilización rural que vive sus últimos estertores por culpa de la mano del hombre.
La grandiosidad que todo lo devora en su destrucción es el hilo conductor en un ambiente rural de perdedores, que se resisten en abandonar su mundo caducó.
La trama juega con la sensibilidad de la historia encajonando a un Amador entre dos momentos en clave documental sin apenas diálogos y bajo el prisma de la grandilocuencia natural.
Ya que tanto al comienzo como al final es la mano anonima del hombre la que mata la naturaleza, al principio de manera más sofisticada, al final de forma más demoledora.
La maestría de la cámara se adentra de forma temeraria en la línea de fuego, que no solo devora el bosque sino que acaba extendiéndose al último vestigio de la sociedad humana en el monte, en un duelo entre hombre y naturaleza en que el equilibrio de fuerzas cambia drásticamente.
La elaborada produccion se adentra en un incendio para rodar unas escenas apabullantes, las cuales se consiguieron en dos campañas de incendios forestales.
La historia se engancha a la peculiar relación entre una madre y un hijo sin melodrama a innecesarios; basada en un amor atávico e inapelable, y el intento de reinserció social de un renegado en la sociedad a la que perteneció, pero que al mismo tiempo recela de él. Amador desconfía de sus vecinos y los vecinos prejuzgan Amador en un bucle frágil de fácil ignición. Casi como quien registra una realidad antropológica, apenas guiados por las claves de un director que cambia las palabras por el detalle,
El metraje expone con franqueza el día a día en una aldea gallega, la relación de sus habitantes con la naturaleza, los animales, la escasez, el frío y las tradiciones. Laxe encuentra la verdad en ese funeral multitudinario en el que la viuda, llorosa, se fuerza por cortesía a preguntar a Benedicta por la vuelta de Amador. O en la angustia del hombre que prefiere morir en una casa convertida en una pira que abandonar cualquiera de sus nimias posesiones.
O la expiación de culpa de Amador en la aceptación de algo no cometido, convertiendo a todos en perdedores que agoniza.
Oliver Laxe junto a la dirección fotógrafica de Mauro Herce se encumbran con esta cinta, en el rango alto del cine español.
Así como trabajar con un premio Goya 2019 de actriz revelación, con un elenco no profesional como Amador Arias y Benedicta Sánchez.
La película tal vez resulte tanto lenta ante su enfoque contemplativo, y su escasez de diálogos, pero esto no hace más que marcar acertadamente el carácter austero gallego