Cine en combustión
por Paula Arantzazu RuizLa fascinación por el fuego, por su esencia y su misterio, forma parte de los mitos de Occidente, vinculada de manera íntima a nuestros primeros pasos civilizatorios y al desarrollo del pensamiento y de la ciencia. Pocas discusiones tan fascinantes como las emprendidas por los científicos franceses de la Ilustración en torno a la naturaleza de las llamas –la batalla intelectual entre Antoine-Laurent Lavoisier y Jean-Paul Marat sobre la cuestión de la “materia del fuego” ofrece detalles iluminadores– como pocas cosas tan bellas como ver prender una hoguera en mitad del frío invernal. La inteligencia, el instinto, lo elevado y lo prosaico, la belleza y la destrucción…, el fuego lo alcanza todo y todos y cualquiera de nosotros sucumbe ante su hechizo. Hay muchos tipos de fuego, por supuesto, y es probable que Oliver Laxe haya conseguido encapsularlos (casi) todos) en Lo que arde, su tercer largometraje y confirmación general de su talento vía el premio en 'Un Certain Regard' del pasado Cannes.
Como sucedía en sus anteriores largometrajes, Todos vós sodes capitáns y Mimosas, Lo que arde es también la historia de un viaje, aunque aquí de regreso al hogar materno. Amador vuelve a casa tras haber pasado un tiempo en la cárcel condenado por pirómano y junto a él, también Laxe regresa a los paisajes de su infancia, el bosque de la Galicia más indómita. El objetivo de esa vuelta, tanto para el personaje como para su autor, puede que tenga que ver con recuperar algo perdido, la inocencia tras el sufrimiento, el calor de un gesto materno, el sosiego en las raíces, ideas todas contenidas en la escena en que Amador se reencuentra con su madre Benedicta por primera vez en años, trenzada en silencios y la bruma de la mañana, y una de las imágenes más hermosas que ha dado el cine español reciente. El regreso a la lumbre del hogar, tantas veces visto en el cine, cobra en la película de Laxe un nuevo significado, ligándose y desligándose de sus referentes previos.
La tradición, los rituales y los mitos, propios o ajenos –ese eco del Frankenstein de Mary Shelley–, hilvanan poco a poco una historia que, por otra parte, es en esencia libre. Más bien va en busca de esa liberación, atravesada por un fluido ígneo que va prendiendo poco a poco a medida que el relato va fraguándose hasta lograr la combustión anunciada. Cuando Lo que arde se incendia, ya en su desenlace, las imágenes del fuego captadas por Laxe y Mauro Herce en 16mm arrasan con todo y transportan al espectador a un espectáculo al que es difícil ponerle palabras. Imágenes de la aniquilación y también de la purificación, Laxe nos lleva hacia una perturbadora y sugerente frontera de la que, advertimos, no se sale indemne. Porque el fuego quema y deja todo hecho cenizas.