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    Con el viento
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Con el viento

    La España vacía

    por Philipp Engel

    Aunque por desgracia la más que prometedora carrera de Mercedes Álvarez no tuvo la continuidad esperada, El cielo gira (2004) –un deslumbrante debut (al que sólo siguió Mercado de futuros, en 2011) donde narraba la despoblación a través del día a día de una aldea agonizante en Soria–, fue un pequeño gran hito, que dejó una profunda huella en la Cinefilia de este país. Y son dos las puestas de largo de otras dos cineastas, a su vez montadoras y procedentes del documental, que nos han recordado aquel cielo rotatorio, a lo largo de este apasionante año cinematográfico: Trinta Lumes, de Diana Toucedo, y Con el viento, de Meritxell Colell. Si la primera nos llevaba a la montaña mágica de El Courel, donde los muertos cohabitan con los vivos, Colell regresa al pueblo de su familia, al Norte de Burgos, para armar lo que podríamos definir como un muy personal, e insólito, híbrido de cine y danza protagonizado por la bailarina y coreógrafa Mónica García.

     El film arranca con un baile filmado de manera fragmentada, que puede recordar al cine anatómico y vaporoso de Philippe Grandieux o al momento más fuertecito de High Life (Claire Denis, 2018), y culmina con una impresionante escena en la que la protagonista baila Con el viento, como si fuese un hechicero invocando al Gran Espíritu en Monument Valley. Entre estos dos puntos, tenemos un drama familiar, que se desarrolla entre la muerte del padre, a la que la protagonista llega tarde, y la dificultosa venta del tosco

    caserón, en el que la madre ya no puede vivir sola. Un drama, con todos los ingredientes clásicos, en el que cualquiera puede reconocerse: la culpa que arrastra el desarraigo y el distanciamiento de la familia; el dolor inevitable que se desprende del adiós a los seres queridos; piques y reproches entre hermanas (Ana Fernández es la que se ha hecho cargo de todo, mientras Mónica estaba ausente), y todas las dificultades, de orden más práctico y económico, que implican cerrar un pasado que ya no puede mantenerse vivo.

     Meritxell Colell observa con paciencia rural y detenimiento austero el lento discurrir del tiempo en esta melancólica elegía de un mundo que desaparece: Planos largos y sostenidos, cogotes dardennianos, manos bressonianas e interiores oscuros, que recuerdan al primer Kiarostami. Por encima de Ana Fernández, un tanto forzada, o de la presencia algo distraída de Elena Martín, destacan, sobre todo, las prestaciones no profesionales de una impresionante Concha Canal, que encarna a una abuela llena de verdad, y de Mónica García, que no sólo brinda su retorcido cuerpo de bailarina deudora de Pina Bausch, sino que expone con franqueza un rostro surcado por las inclemencias de la vida. Y además está el paisaje, el de la España vacía, cada vez más vacía, que, como se suele decir, se convierte en un personaje más.

     En un tiempo muy distinto al que vio pasar el talento de Mercedes Álvarez, otra estimulante ópera prima de una mujer cineasta que ayuda a diversificar las miradas que componen nuestro cine; un cine valioso que también padece su propia desertificación: la de las salas. En España no falta talento, falta un público que se ponga la bufanda, salga de casa y compre la entrada.

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