Tiempo después de sufrir una tragedia familiar en un gélido invierno, Dani (Florence Pough) va con su novio Christian (en una relación que tambalea) y compañeros de estudio de él (al parecer, estudian antropología), e invitados por Pelle, uno de ellos, a una comunidad rural sueca a presenciar y participar de unas festividades celebratorias del verano.
Luego de este buen preludio, lo que sigue, en esta larguísima película, es una típica historia de sectas siniestras, pero absolutamente predecible, que no da miedo, más allá de ciertas imágenes gore. La poca tensión que genera al comienzo se desvanece casi enseguida y el director insiste con ritualismos que, excepto el primero, muy logrado, rozan y muchas veces alcanzan el ridículo y que poco agregan a la trama (a diferencia de los tan efectivos y plenos de sentido de El cuento de la criada, por ejemplo) y en una lisergia tímida que tampoco explota. Y lo casi único interesante (y terrorífico), una crítica de las religiones y de su teología (que tiene que ver con un pérsonaje de la aldea) pasa casi desapercibida.
No hay dudas de que está bien filmada: logrados planos secuencia y planos generales, un vestuario, escenario e iconografías interesantes, buena banda sonora... pero la película no da miedo y, personalmente, no me generó horror. No sorprende y no acumula tensión. Por momentos parece que no va a ningún lado.
También fracasa como drama en cuanto a la psicología de la protagonista: no se entienden algunas de sus decisiones y como ilustración de un posible proceso de transculturación y liberación resulta fallido. Tampoco explota los conflictos entre los coprotagonistas, que en realidad, casi no existen.
Y la pregunta del millón: ¿por qué Pelle invita a sus amigos a Suecia?