Infierno florido
por Alejandro G.CalvoAri Aster, cineasta norteamericano de origen judío, fue una de las revelaciones de 2018 gracias a su debut en el campo del largometraje con Hereditary, probablemente (y con el permiso de Mandy (2018) de Panos Cosmatos), la mejor película de terror del año pasado.
Las razones son claras: una historia de terror familiar con fuerte raigambre dramática -en la línea del primer Shyamalan-, una puesta en escena superlativa donde la composición del encuadre siempre estaba al servicio de una narración tremendamente impresionista, un gusto por los detalles inquietantes (esas maquetas que diseña la madre) que no dejan de enrarecer el relato y unas epifanías de horror visceral capaces de helar la sangre del espectador más avezado.
Con Midsommar, película realizada inmediatamente después del lanzamiento de Hereditary, Aster se distancia del film precedente en forma y fondo, pero manteniendo intacto su instinto y su talento a la hora de dar forma a un nuevo tipo de horror que se mece entre lo bucólico, lo pastoral, lo bizarro y lo abiertamente gore.
El relato central de la película -que podría entenderse como una break up movie cargada de mala saña- es el viaje de cinco jóvenes a la campiña sueca a celebrar el “midsommar” (nuestra Fiesta de San Juan) en una comuna aislada con predilección por los vestidos blancos, las coronas de flores, las runas medievales, las setas alucinógenas y los mazos de madera. Probablemente esta película horrorizaría tanto al maestro Ingmar Bergman -aunque la comunión entre la mística, el sacrificio, el crimen y el sexo fetichista le tocan de cerca- como al punk (venido a menos) de Eli Roth -Midsommar pasaría por una versión arty de El infierno verde (2013)-, que sería incapaz de entender el tempo aletargado de la cinta.
Es probable que Aster esté pasando por un proceso de autoritis aguda importante -cita como referencia (entre otras) a Qué difícil es ser un Dios (2013) de Aleksey German- pero eso no debería restar valores a una película plagada de ideas visuales y capaz de moverse con una facilidad pasmosa entre lo etéreo y la gangrena manteniendo siempre firme su pulso estético.
La película arranca con un prólogo impresionante donde vemos cómo Dani -brutal Florence Plugh, principal eje sobre el que se articula el drama-, encerrada en una relación amorosa desigual, pierde a sus padres y su hermana en un crimen terrorífico. La huída hacia adelante que implica el viaje veraniego de su novio y sus amigos estudiantes de antropología, es tanto un refugio como una expiación, donde la joven deberá congeniar el lúdico road trip de sus compañeros con su tragedia interna. La llegada a la comuna, en apariencia un sitio idílico destinado a la meditación y la celebración, debería servir a Dani para vivir su propio milagro de la transubstanciación y así poder superar el duelo vital en el que se haya atrapada.
Aster se toma su tiempo (140 minutos, concretamente) para dejar que cueza el relato, tensando y destensando el suspense hasta más allá de lo que Kubrick hubiera aceptado. Largas panorámicas con distintos niveles de acción desde el foco al fondo del plano (uno siempre tiene la sensación de que se le escapan cosas). Además, como también pasara en Mandy o en la más reciente Bacurau (2019), el consumo de opiáceos se contagia a la estética de la película, siempre mutante y consecuentemente borrosa en función del desviado nivel de percepción de los protagonistas.
El horror, cuando llega, lo hace de forma frontal y a plena luz. El plano sólo se esconde cuando a Aster le interesa eliminar algo (o alguien) en off. Manteniendo siempre la presencia de lo horrible entre los márgenes del relato hasta que decide mostrar una cabeza machacada en primerísimo primer plano. La conjugación de ambas presencias es la base sobre la que Midsommar puede fascinar u horrorizar al espectador, jugando en su contra que los requiebros del género se alargan y repiten demasiado en su segunda hora. Todo ello, al menos para este cronista, queda compensado en un cierre orgiástico -sería la versión lumínica del final del Suspiria (2018) de Luca Guadagnino- donde los límites de la moral quedan barridos para celebrar un ritual que haría las delicias de las protagonistas de El hombre de mimbre (1973).