La cualidad de la duda
por Quim Casas¿De qué manera debemos enfrentarnos con un personaje como el de Ema? Cualquier noción de moral o de moralidad, sea la que sea, casi siempre es subjetiva y depende de nuestras convicciones y educación. No existe un matiz único y menos cuando Pablo Larraín, liberado de ciertos corsés que impedían que algunas de sus últimas películas fueran tan plenas como las primeras –Jackie frente a Tony Manero, pongamos por caso–, dibuja un personaje a la vez tan integro como contradictorio, coherente y egoísta, frío y metódico pero a la vez entregado, dedicada a su placer y al de los demás aunque en algunos casos sea para obtener un rédito distinto al del orgasmo. Ema devuelve al hijo que adoptó con su pareja y después, en el tiempo comprimido en el relato del filme, hace todo lo posible para recuperarlo sin pensar en los efectos que sus actos y decisiones tendrán en los demás. Podríamos decir que su plan es diabólico, pero en verdad no es así, y esa duda, esa incerteza, ese replantearse las cosas porque las imágenes son justas pero no siempre transcriben lo que vemos en ellas, planea a lo largo de toda la película haciéndola, por ello mismo, más seductora pese a su manifiesta ambivalencia, algo que, por otro lado, nunca ha incomodado a Larraín.
Ema, de mirada penetrante, inquietante y sincera a la par, delgada, de pelo teñido, vestida con chándal, dura y sensual, hija de un tiempo en el que el recuerdo de la dictadura de Pinochet (tema central de Larraín en sus primeros trabajos) ya no presiona tanto, es una joven que parece no descomponerse ni en los momentos de mayor zozobra. Consciente de la sinceridad de su feminidad y de su pulsión erótica, seduce al nuevo padre del pequeño Polo. Seduce también a la esposa de este, la nueva madre adoptiva del niño. Juega con los dos y los afectos que les provoca. Engaña a los demás (y por momentos se engaña a sí misma), consigue la plaza de profesora de expresión corporal en el colegio del niño y se lo lleva con ella. Sabe que no será castigada, ya que ha sembrado demasiados interrogantes en sus relaciones con todo el mundo para que la sociedad no se sienta peor que ella. Y aunque al final parece que esos actos son aceptados por todos en un espejismo de armonía y liberación de todas las presiones e imposiciones sociales, algo extraño se desprende del filme, y no solamente porque en el último plano veamos a Ema llenando un bidón de gasolina sabiendo, como hemos visto antes, lo que ella y su hijo adoptivo son capaces de hacer con un fósforo o un lanzallamas.
En un cine a veces tan preclaro en el que domina la tesis retórica por encima de la cualidad de la duda, Ema resulta una película gratificante aunque no se comulgue del todo con ella. Siendo una elegía del reproche (entre Ema y Gastón, su pareja, en crisis antes y después de deshacerse del hijo adoptivo), es igualmente una especie de hierática fantasía y un elogio de la libertad del cuerpo y, con ello, de la decisión personal por encima de cualquier otra consideración. Ema y sus amigas se liberan bailando reguetón, un ritmo hipnótico que te apendeja en palabras de Gastón, de profesión coreógrafo de danza experimental. Larraín no convierte la música y el baile más populares de lo que llevamos de siglo XXI en un síntoma de liberaciones y reivindicaciones de distinto signo. Simplemente bailan, porque así lo sienten, y disfrutan, porque tienen derecho a ello. En el contexto de esta conducta sencilla pueden entenderse mejor algunas de las decisiones que toma la protagonista en su intento de deshacer lo que hizo mal. Comprendemos mejor lo que decide, a pesar de los claroscuros, porque nada es blanco o negro. Lo sabe Ema, lo sabe Larraín; quizá no lo saben los demás protagonistas de la película, quienes lo aceptan porque, a su manera, el personaje interpretado por Mariana Di Girolamo, es devastador en su deseo y prístino en todas y cada una de sus intenciones.