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    La hija de un ladrón
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    La hija de un ladrón

    El rostro y la cámara

    por Quim Casas

    Hay películas en las que la complicidad de los intérpretes con quien dirige es más manifiesta que en otras. La complicidad de la actriz, en este caso, con la directora, pero también con la cámara y los espacios que recorren juntos; una, la cámara, encima de la otra, la actriz. La especial sensibilidad que transpiran casi todas las imágenes de La hija de un ladrón nace de esta complicidad. Pero no es solo una cualidad de fotogenia dramática, el manejo siempre seguro de una cámara “a la altura de los personajes” y la dirección de actores, de entenderse a la perfección quien filma y quien es filmada. Esa complicidad emana del propio sustrato argumental y de su guion, porque allí, en la elección de la historia, ya empieza una determinada puesta en escena. No es un filme que sigue al personaje en su doloroso devenir confiándolo todo a la convicción de Greta Fernández, que realiza, cierto, una espléndida interpretación de esta joven de 22 años enfrentada a la soledad, la incomprensión y el desaliento. La historia está muy bien trazada, ya que no se centra exclusivamente en la relación esquiva entre Sara y su padre (Eduard Fernández), pero sin ella, sin las secuencias en que conviven, siempre con agitación y temor, desde el rechazo y la necesidad, porque se necesitan pero no saben cómo relacionarse, La hija de un ladrón no sería lo mismo, o quizá, simplemente, no sería.

    Belén Funes lo organiza todo a partir del cuerpo en movimiento de Greta Fernández, pero sabe colocar el resto de elementos con precisión: el día a día en los pisos de acogida en los que Sara vive con su hijo recién nacido; el centro donde está su hermano Martín (otro personaje fundamental, y sobre él gravitan algunos de los momentos más duros y a la vez hermosos de la película); el trabajo casi acogedor que encuentra Sara en la cocina de un comedor; la relación igual de esquiva pero al mismo tiempo sincera con el padre de su hijo (Àlex Monner); la secuencia en el taller del padre de éste; la celebración de la comunión de Martín; la relación de Greta con otra muchacha en el piso de acogida y, en especial, esos encuentros/desencuentros con el padre, esa sensación tan lacerante –y por momentos desgarrada– de que se quieren pero no se respetan y es imposible que estén juntos. De ahí la difícil decisión que toma Sara, la de pedir la custodia de Martín, y la secuencia, extraordinaria, en el juzgado, donde las últimas palabras de la protagonista traducen, por si hacía falta, el miedo a sentirse sola pese a estar acompañada.

    Es en esta secuencia donde la cámara deja de moverse para, en sostenido primer plano, capturar en todo su esplendor la interpretación de Greta Fernández. Por el estilo de cámara muy encima y movimiento constante, es factible asociar el trabajo de Funes con el de los hermanos Dardenne, y aún más con títulos como Rosetta, filme rodado hace ya dos décadas con el que comulga tanto estilística como argumentalmente. Pero en momentos como el del juicio, la película se acerca a La Maman et la putain de Jean Eustache y, especialmente, al estilo directo de filmar rostros y emociones que tenía John Cassavetes, cuyos planos compartidos con quien era su esposa, Gena Rowlands, me han venido a la mente al ver los que comparten Greta y Eduard Fernández, también excelente él porque sabe mantenerse en un segundo plano pese a la fuerza que tiene su personaje, el de un ladrón que sale de la cárcel y es incapaz de no robarle la vida a su hija.

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