Un judicial impoluto
por Paula Arantzazu RuizEn el cine más o menos contemporáneo, esto es, de los últimos treinta años, el drama judicial ha perdido bastante peso como género, ya sea porque en Hollywood se cansaron de adaptar las novelas de John Grisham o por otros motivos más pedestres. Porque si los años 90 del siglo pasado el género vivió un época dorada –Algunos hombres buenos (1992), de Rob Reiner; En el nombre del padre (1993), de Jim Sheridan; La tapadera (1993), de Sydney Pollack; El cliente (1994), de Joel Schumacher; Las dos caras de la verdad (1996), de Gregory Hoblit; Legítima defensa (1997), de F.F. Coppola; El dilema (1999), de Michael Mann, etc.–, en este siglo XXI tenemos apenas un puñado de buenos procedimentales: La conspiración (2010), de Robert Redford, o El puente de los espías (2015), de Steven Spielberg, por citar dos claros ejemplos. Sirva esta reflexión en torno a la escasez de dramas judiciales recientes para celebrar el estreno de la brillante Aguas oscuras, un thriller de este subgénero milimétrico firmado por Todd Haynes y en el que todos los elementos cinematográficos se ponen al servicio de un relato tan escalofriante que no parece verdadero. Porque la historia que cuenta Aguas oscuras está basada en hechos reales y, a diferencia de muchos filmes que presumen de esa etiqueta, aquí desearíamos que todo lo que acontece fuera producto de la imaginación de un guionista de mente retorcida.
No sucede así, porque Aguas oscuras nace de un artículo de The New York Times Magazine publicado en 2016 sobre la batalla judicial emprendida en los años 90 por parte de Robert Bilott, un abogado corporativista del ámbito petroquímico, contra DuPont, gigante de la industria química cuyos derivados, restos y experimentos para testar un determinado producto acabaron contaminando de manera atroz una zona rural de las llanuras centrales estadounidenses. Es mejor no desvelar mucho más de una trama que arranca en esa última década del siglo pasado para prolongarse hasta el día de hoy, y cuya duración en el tiempo da cuenta del desgaste moral y físico que vivieron sus protagonistas en la vida real y que van a vivir los personajes de la película.
Porque Aguas oscuras no solo es un drama judicial que dosifica de manera apasionante e inteligente los datos e informaciones que el protagonista descubre a medida que avanza su investigación, sino también un largometraje que nos habla del coste humano detrás de las salvajadas empresariales de la industria capitalista. Porque aquí no hay héroes ni discursos pretenciosos, como tampoco protagonismos innecesarios o sensacionalismo. La cinta, por una parte, es de esos largometrajes cuyo rutilante equipo artístico podría haber eclipsado al propio corazón del relato y, contrariamente, todos y cada uno de sus elementos –Haynes como director de orquesta, Mark Ruffalo en el rol principal, secundado por Anne Hathaway y Tim Robbins, la fotografía de Edward Lachman, etc.– se calibran a la perfección para cumplir con el simple objetivo de contar esta historia de la manera más justa con quienes la sufrieron en vida. En este sentido, Aguas oscuras es consciente del material sensible (humano) que modula y, por ello, esquiva los subrayados a favor, no obstante, de cierta idea de conspiración y paranoia; de los pocos rasgos estilísticos –tomados del cine de Alan J. Pakula– que Todd Haynes se permite. En suma, un judicial impoluto, por las formas y por su fondo, sumamente consciente de la responsabilidad que tiene entre manos.