Un cuento de amor, misterio y luz
por Paula Arantzazu Ruiz“Se muere en cualquier parte. Vivir en cualquier parte ya es otra cosa”, dice a otra mujer la flamígera y aristocrática protagonista (Clara Riedenstein) que da título al último largometraje de Rita Azevedo Gomes, La portuguesa. Se trata de uno de los más bellos diálogos del filme, por las palabras que se dicen la una a la otra, palabras sobre cómo resistir en un lugar extraño y ajeno, y también por la elegancia que desprende esa pequeña estampa de confesiones y resignaciones sin pena, más bien de digno aguante. No en vano ese diálogo concluye con una suave tormenta de nieve que cubre de blanco, e ilumina, los anhelos de esas dos mujeres.
Rita Azevedo Gomes adapta en La portuguesa un cuento del escritor alemán Robert Musil incluido en el compendio de tres historias breves Tres mujeres, y lo hace con la ayuda de la escritura de Agustina Bessa-Luís, responsable de dar alas a los diálogos de los personajes. Su verbo nos habla de “árboles que parecen cristal”, de que “la guerra está hecha de deudas” o de “mirar el mundo sin los ojos del mundo”, y nos hace comprender porqué Azevedo Gomes teje sus imágenes alrededor de tan majestuosas composiciones léxicas y de la voz cantante de una Ingrid Caven trovadora. El texto original de Musil, por otra parte, permite que las metáforas emprendan vuelo propio, ya que ese cuento nos traslada a una época sublime y nos explica los azares de una joven noble portuguesa que tras casarse con un caballero del Tirol renacentista (Marcello Urgeghe), entonces territorio germano, se ve en la circunstancia de quedarse a la espera de su esposo, obsesionado con los laureles de la guerra y con derrotar al Obispo de Trento. Esa portuguesa noble es otro rostro de los miles en los que se ha trasmutado la Penélope homérica, aquí también objeto de críticas y ¡hasta de ser tildada de hereje!, aunque Azevedo Gomes no cede en mostrarla sufriendo, sino siempre como una dama de cabello de fuego, decidida y orgullosa.
Y si la historia de Musil invita a la palabra que se alza, Azevedo Gomes, por su parte, propone una puesta en escena medida y elegante, de equilibrados contrastes cromáticos y de una suavidad en la textura de la cámara digital que supera lo espléndido. La cineasta, que ya demostró lo bien que sabe seducirnos con su teatralidad más allá de lo escénico en La venganza de una mujer, apuesta en La portuguesa por el plano estático y por los tableaux vivants donde la luz esculpe los cuerpos y los sentimientos de sus protagonistas. En este sentido, el trabajo del director de fotografía Acácio de Almeida merece ser reconocido, pero la delicadeza con la que Azevedo Gomes filma esos cuadros vivientes, montando en un mismo plano varias acciones o dilatando el juego de seducción entre esposa y marido en una apabullante, por sutil, escena de baños, es de gesto propio. ¡Y qué gesto, por cierto!