Abortar a los 17
por Paula Arantzazu RuizDesde que ganó el Premio Especial del Jurado en Sundance 2020 y el Oso de Plata al Gran Premio del Jurado en la Berlinale 2020, Nunca, casi nunca, a veces, siempre, de Eliza Hittman (Beach Rats) tenía todos los números para convertirse en la gran película independiente de la temporada. La crisis de la Covid-19 interrumpió su trayectoria en festivales, como ha sucedido con buena parte de la producción audiovisual de corte indie o de autor, y su aterrizaje en las salas de cine parece haber sido planteado con la misma emoción lacónica que caracteriza a su protagonista, Autumn, una increíble Sidney Flanigan en el rol de una chica de 17 años que se ha quedado embarazada y decide abortar.
Nunca, casi nunca, a veces, siempre es, en realidad, algo más que un alegato en favor de la libertad de decidir interrumpir un embarazo. También un descorazonador fresco sobre la violencia machista estructural a la que se enfrentan las niñas, chicas y mujeres hoy en día. La propuesta de Hittman parece, así pues, moverse en dos direcciones y mediante dos apuestas de puesta en escena contrarias: si para narrar el viaje emocional, que también será iniciático, de Autumn y su prima Skylar (Talia Ryder) de un pueblito de Pennsylvania a Nueva York para poder ser atendidas por especialistas ginecológicos la directora cumple con una distancia focal encomiable –la cámara se acerca y se aleja en su justa medida–; para mostrar la vileza de las conductas de los personajes masculinos no duda en rozar lo hiperbólico y presentar sus vicios de manera acumulativa. Identificamos que, en efecto, Hittman exagera, pero, al mismo tiempo, identificamos que ni una sola de esas despreciables conductas nos son ajenas en tanto que mujeres: insultos, humillaciones verbales, acoso en el trabajo, encuentros con exhibicionistas y chicos que solo piensan en ti para un buen morreo.
La validez ética de ese modelo de retrato ‘exploited’ sin duda da para un debate a fondo, pero una de las grandes virtudes de Nunca, casi nunca, a veces, siempre radica en la discreción con la que la cineasta plantea el drama íntimo de Autumn, que intuimos como consecuencia de una relación no consentida a tenor de una de las preguntas que le realiza una asistente social sobre si ha sufrido alguna vez abusos o se ha visto obligada a realizar actos sexuales sin desearlo. En ese momento, una de las grandes secuencias de la película, el gesto hierático de la protagonista comienza a retorcerse poco a poco, sus ojeras se hinchan levemente, su mirada no sabe dónde esconderse.
En vez de ahondar en el dilema moral que atormenta a Autumn, que sobrepasa la cuestión del embarazo no deseado, como veremos, la película busca atenuarlo. A las tomas sobrias, contenidas y naturalistas cabe sumar la ternura con la que la cámara hila la relación de Autumn y Skylar, en escenas donde las palabras escasean y, de hecho, no se echan de menos. Hittman aprovecha al máximo el talento en la fotografía de Hélène Louvart (Lazzaro feliz; La vida invisible de Eurídice Gusmão) y la textura de sus planos nos evocan el lazo invisible que une a las chicas en este trayecto hostil repleto de lobos feroces. Ciertamente, la imagen de sororidad de Nunca, casi nunca, a veces, siempre desarma por completo. Su punto de partida tiene la forma de un dolor muy íntimo compartido con una amiga y la emoción que desprende desborda la pantalla.