La revolución y el dron
por Quim CasasVictor Hugo publicó Los miserables en 1862. La ambientó en un banlieu de París, en uno de los suburbios en los que la pobreza generalmente está ligada a la delincuencia, y se inspiró vagamente en la figura del comisario Vidocq para describir en su novela a quienes representan la ley y el orden en unos lugares en los que no desean ser representados. En ese suburbio, Montfermeil, acontece más de un siglo y medio después la acción del filme de Ladj Ly que toma su título de la novela de Victor Hugo. Sin inspirarse directamente en ella, realiza una transcripción de algunos de sus valores éticos en torno a los conceptos siempre ambiguos del Bien y del Mal, la Justicia y la Política, la Ley y el Orden, aunque obviamente aplicados a la realidad actual de las calles, los disturbios y el caos basándose, también libremente, en otros modelos; por ejemplo el de El odio, el filme de Mathieu Kassovitz realizado en 1995 y ambientado también en un barrio de la periferia parisina tras una noche de incesantes disturbios. El largometraje de Ly prolonga aspectos planteados en su corto homónimo de 2017, protagonizado por los mismos actores en idénticos personajes.
Después de lo que está ocurriendo en Hong Kong, en las calles de Barcelona en relación a la sentencia del procès o en las de París y otras ciudades francesas con los chalecos amarillos, nada de lo relatado en Los miserables debería sorprendernos. En todo caso, alertarnos un poco más, si es que no lo estamos. El único problema es que sin ser dogmático ni recurrir a argucias dramáticas al estilo de Ken Loach, Ly utiliza, sobre todo en la parte final de la película, un exceso de moralina y algunos efectos de choque dramático que podría haberse ahorrado. Y con ese ahorro, su discurso político –ya que de una película política se trata– habría resultado más efectivo.
Hay un innegable poso de verdad. A diferencia de otros integrantes del colectivo activista del que Ly formó parte, Kourtrajme, él sigue viviendo en el lugar de los hechos, en Montfermeil, así que conoce bien, de primera mano, lo que allí ocurre entre las comunidades árabes, blancas y negras, las disputas entre unos y otros, los pactos necesarios para mantener cierto equilibrio y el papel que juega la policía en todo ello, con agentes más virulentos y otros más dados al diálogo, como el encarnado por Damien Bonnard, un recién llegado a la comisaría del barrio.
El retrato de este peculiar ecosistema es bastante interesante, casi neorrealista en sus postulados. La intriga central, sin embargo, resulta algo más esquemática. La agresión que sufre un joven a manos de un policía inconsciente, y la grabación de todo ello mediante un dron, convierte la película en su tramo final en una más tópica carrera de obstáculos en la que todos persiguen al muchacho que ha registrado esas imágenes casualmente. El valor de las mismas servirá para preservar ese ecosistema tan tenso o hacerlo estallar en mil pedazos.
La revolución no será televisada, dijo Gil Scott-Heron. En Los miserables, el germen de la revuelta es filmada por un dron, ese artilugio a veces tan innecesario en el cine contemporáneo que aquí, al menos, se integra de forma acertada en los vaivenes de la historia.