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    Solo nos queda bailar
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Solo nos queda bailar

    Coreografías del deseo y la libertad

    por Paula Arantzazu Ruiz

    Uno de los grandes aciertos de Solo nos queda bailar, del sueco–georgiano Levan Akin, es el paralelismo entre el deseo de amar y el deseo de bailar, porque esos dos anhelos solo pueden hacerse realidad a través del cuerpo. Es una similitud que a estas alturas nos puede parecer obvia, pero su plasmación plástica en y desde el cuerpo del protagonista de esta pequeña película de 'amor fou' LGTB y danzas tradicionales lo transforma en algo único de ver, como si fuera la primera vez que sentimos esa necesidad de reafirmación personal que, a la postre, es el verdadero tema de la cinta. Porque Solo nos queda bailar, en efecto, nos habla de la historia de amor de dos bailarines –y rivales– que practican las danzas georgianas clásicas en la compañía nacional del país, pero sobre todo es la historia de iniciación de un adolescente en un entorno hostil que descubre que solo con su cuerpo puede aspirar a ser libre.

     

    Filmada al compás de una amplia variedad de tonos otoñales, entre lo melancólico y lo enérgico, Levan Akin nos hace viajar junto a él a Tbilisi, la capital de Georgia, para seguir el despertar emocional, sexual y personal de Mareb (Levan Gelbakhiani), un joven bailarín de cabello pelirrojo y gestos no demasiado masculinos que trata de hacerse un hueco en la compañía nacional de danza de Georgia. En clase, se le recuerda una y otra vez que los bailes georgianos son vehículo de lo masculino y que en sus movimientos no hay nada sexual. Sin embargo, es gracias a los fuertes y bruscos giros que codifican cada uno de los bailes de ese país de Europa del Este que Mareb conoce a Irakli (Bachi Valishvili). Ambos se enamoran, a pesar del tabú de la homosexualidad que domina el imaginario georgiano y a pesar del peligro al que se exponen. 

    El arco dramático que se desarrolla en Solo nos queda bailar no ofrece demasiadas sorpresas hasta su tercio final, cuando los sinsabores del primer amor hacen acto de presencia. Entonces, las tensiones entre contrarios que han ido hilvanándose a lo largo de la película –diferencias de sexo y roles de género; tradición y modernidad; choques generacionales; etc.– catalizan en un notable desenlace que acontece en el interior de un amplio apartamento. Ahí, la cámara por fin se despega de Mareb para ofrecer un fresco estremecedor que resitúa a cada uno de los tres principales personajes en el lugar que les corresponde. Hay, por supuesto, un epílogo que implica a Mareb bailando, descubriéndose ante el mundo. Y esa licencia poética, lírica y de alcance político, nos recuerda que existen pocas cosas más subversivas que un cuerpo libre. Máxime en el brutal contexto represivo que se da en una sociedad como la hiperconservadora Georgia.

     

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